16 abril 2003 |
Sexo y conservación de
la especie |
Ahora que, con dos años de antelación sobre el horario previsto, el doctor Collins y su equipo han terminado de secuenciar el mapa genético del hombre, mi corazón palpita de impaciencia esperando el momento en que pasen por caja a dar cuenta de sus entelequias esos biólogos y pensadores neoaristotélicos que han convencido a la opinión pública de que las personas (y todos los animales) tienen la manía de hacer el amor porque les teledirige un esotérico afán de conservación de la especie. Es lugar común que la astuta Naturaleza ha depositado en algún recodo de nuestro ADN el fatídico anzuelo del placer sexual para animarnos a crecer y multiplicarnos. Otra versión menos generalizada, pero igual de prestigiosa y aparentemente científica, es la creencia de que lo que nos mueve a los machos no es otra cosa que dejar nuestras semillas en alguna hembra despistada para dar larga vida a esos genes nuestros ansiosos de notoriedad. Esta ambición innata se complementa además a la perfección con el instinto maternal de las féminas, que también debe de estar adscrito a alguno de sus cromosomas X, burlándose de minucias como la distribución de roles o la búsqueda de la realización personal de acuerdo con los esquemas asumidos. Y qué decir de los animales irracionales, ignorantes de las más elementales nociones de planificación familiar: pues mira; ésos, más que nadie, se reproducen sólo por instinto. Como siempre, la Naturaleza entendida como un ente monolítico y sabio que instrumentaliza a sus criaturas, en vez de como un caótico escenario de mutaciones al azar y fuerzas químicas que luchan entre sí. A mí me resulta más fácil sospechar que, en una cualquiera de las mutaciones que han marcado los jalones de la evolución, apareció el placer sexual en algunas especies y ello las otorgó una decisiva preferencia en la cruda selección natural. La reproducción insensible sólo sobrevivió en seres favorecidos por otros azares naturales, como la polinización. No hay ninguna razón para dudar de que las especies animales (incluida la nuestra) se mueven únicamente por la pulsión del placer. Lo demás son consecuencias indirectas, no causas finales que no comulgan mucho con la madre que deja a su bebé en un contenedor, con el cocodrilo que se come a sus crías o con los comportamientos homosexuales en diversas especies. En todo caso, si el instinto de conservación de la especie no es una falacia y tiene una base material en el genotipo, digo yo que ahora nos la tendrán que señalar.
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Referencias y contextualización Este artículo fue escrito en sustitución de "Irak liberado", que había sido desestimado por la dirección de Opinión de Diario de Valladolid. El genetista norteamericano Francis Collins y su equipo de los National Human Genome Research Institutes fueron los primeros en lograr secuenciar el mapa genético de la especie humana en abril de 2003. Las causas finales son, según la Metafísica clásica desde Aristóteles, las que determinan los hechos no desde el agente que los pone en marcha ni desde el estado material previo que los engendra, sino desde el resultado final al que su sentido potencial implica que tengan que llegar. |
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