Gary Younge. A Blair le devuelven el golpe
 

Poco después del 11 de septiembre de 2001, en un momento en que la más leve insinuación de que los atentados terroristas tenían algo que ver con la política exterior de EEUU acarreaba acusaciones de crueldad y herejía, la entonces consejera de Seguridad Condoleeza Rice puso manos a la obra. Mientras se sucedían las demostraciones públicas de dolor y reverencia, ella logró reunir a los directivos del Consejo Nacional de Seguridad y les pidió que pensaran muy en serio “cómo capitalizar estas oportunidades” para transformar radicalmente la doctrina estadounidense y la configuración del mundo. En una entrevista que concedió al New Yorker seis meses más tarde, decía que EEUU ya no iba a tener el problema de cómo definir su papel después de la Guerra Fría. “Creo que el 11 de Septiembre fue uno de esos grandes terremotos que cincelan y perfilan los contornos. Desde entonces, la orografía está mucho más escarpada”.

Para quienes prefieren mantener la tierra con sus relieves actuales, de modo que un día podamos vivir en ella en paz, los atentados del 7 de julio no proporcionan ninguna “oportunidad”. No cincelan ni perfilan más que el barro generado por unas aguas que ya bajaban turbias y sangrientas. A medida que se van conociendo las identidades de los desaparecidos, pasamos del mero recuento estadístico de cuerpos a la tragedia de las pérdidas humanas: hermanos, madres, amantes e hijas cruelmente asesinados cuando acudían a trabajar. Y hay que ser respetuosos con el dolor y el luto por esas pérdidas. Pero no con la exigencia de que prescindamos del pensamiento racional, del análisis contextual y de la valoración crítica de las causas de lo ocurrido y de los medios que podemos poner para reducir el riesgo de que vuelva a ocurrir. Explicar no es justificar, criticar no es capitular. Sabemos lo que ocurrió. Un grupo de personas sin el menor respeto por la ley, el orden ni nuestro modo de vida, vino a nuestra ciudad y la destrozó. Con muy poca consideración por la vida humana y las consecuencias políticas, empleando la violencia como único medio de persuasión, asesinaron indiscriminadamente a gente inocente. Nos dejaron unidos en nuestro dolor y firmes en nuestras convicciones, creando una comunidad donde de hecho antes no existía. Con los asesinos probablemente sueltos, no hay ninguna libertad civil tan fundamental que más de uno no esté dispuesto a sacrificar para perseguirlos ni ningún castigo demasiado severo como para que se negara a aplicárselo si los encontrara.

El problema es que no hay nada en este último párrafo que no pueda decirse en Faluya con la misma naturalidad con la que se dice en Londres. Aunque no son dos casos iguales: con más de 1.000 personas asesinadas o heridas, la mitad de sus edificios en ruinas y prácticamente todas las escuelas y mezquitas dañadas o arrasadas, lo que padeció Faluya a manos del ejército estadounidense y con el apoyo británico fue más mortífero. Pero, aun así, se pueden y se deben comparar. No tenemos el monopolio del dolor, del sufrimiento, de la rabia ni de la capacidad de superación. Nuestra sangre no es más roja, ni nuestras espinas dorsales más quebradizas, ni nuestros lacrimales más fértiles que los de los habitantes de Irak y Afganistán. Quienes carecen de una imaginación suficientemente elástica como para empatizar con la misería que hemos provocado en el Golfo tienen ahora algo más cercano con lo que identificarse. “Los daños colaterales” siempre tienen un rostro humano: sus familares lloran, y sus comunidades tienen memoria y piden que se haga algo.

Estos presupuestos humanos básicos son las principales víctimas del fundamentalismo, ya sea éste consagrado a Mahoma o al mercado. Evidentemente, no ocupaban ningún lugar en la mente de los que pusieron las bombas de Londres la semana pasada. Pero tampoco en la mente de quienes han liderado la guerra contra el terror en los últimos cuatro años.

Tony Blair no es responsable de los más de 50 muertos y 700 heridos del jueves. Con toda probabilidad, lo son los yihadistas. Pero es en parte responsable de las 100.000 personas que han sido asesinadas en Irak. Y hay una relación mucho más lógica y evidente entre estos dos acontecimientos que la que jamás emparentó a Sadam Husein con el 11-S o con las armas de destrucción masiva.

No tiene nada de raro que quienes han venido apoyando la guerra en Irak desmientan ahora esa relación. Ante todos y cada uno de los contratiempos, desde la falta del respaldo de la ONU hasta la constante resistencia de los insurgentes, se han parapetado cada vez más en la negación. Sus sofismas se han transformado en una especie de autismo político:su capacidad para relacionarse con el mundo que los rodea se ha visto duramente menoscabada por su adhesión a un proyecto fallido y fatal. Alegar que los terroristas nos hubieran puesto en el punto de mira incluso si no hubiéramos ido a Irak es un poco como el fumador que justifica su hábito diciendo: “De todos modos, a lo mejor mañana salgo a la calle y me atropellan”. Es verdad, pero el riesgo real que los cigarrillos suponen para la salud se parece más al que entraña hacerse el valiente cruzando por una autopista de cuatro carriles. Tienen la propiedad de situar el fatídico día mucho más cerca de lo que en otras circunstancias habría llegado a estar.

De manera similar, invadir Irak nos convirtió claramente en objetivo. ¿De verdad pensó Downing Street que podía declarar la guerra al terrorismo sin que el terrorismo fuera a contraatacar? Eso, en sí mismo, tampoco sería un motivo para retirar las tropas en caso de que tenerlas allí fuera lo correcto. Pero, puesto que ni lo es ni nunca lo fue, constituye una razón imperiosa para cambiar de rumbo antes de que muera más gente aquí o allí. En parte, el primer ministro lo entendió bien el sábado cuando dijo: “Creo que esta clase de terrorismo tiene unas raíces muy profundas. Y, a la vez que se hace frente a sus consecuencias –tratando de protegernos tanto como pueda hacerlo una sociedad civil-, hay que intentar arrancarlo de raíz”.

Lo que debería reconocer es que su alianza con el presidente George Bush se ha ocupado de sembrar las semillas y fertilizar el suelo en el Golfo, para hacer que la planta crezca mejor. La invasión y la ocupación de Irak –ilegal, inmoral y muy torpe- causaron al mundo árabe un sufrimiento legítimo. Bush arrojó el guante: o estás con nosotros o estás con los terroristas. Una pequeña minoría de jóvenes musulmanes contempló los valores que se exhibían en Abu Ghraib, la bahía de Guantánamo y Camp Bread Basket e hizo su elección. La guerra ayudó a que Irak pasara de ser una dictadura despiadada y laica sin lazos con el terrorismo internacional a convertirse en imán y campo de entrenamiento para todos aquéllos que hubieran decidido cometer atrocidades terroristas. Y, en el ínterin, distrajo la atención y los recursos que debíamos dedicar a los únicos a quienes teníamos que estar combatiendo: Al Qaeda.

¿Intereses partidistas de la izquierda? En una fecha tan temprana como febrero de 2003, la comisión mixta de inteligencia informó de que Al Qaeda y sus grupos afines seguían constituyendo “con mucho la mayor amenaza terrorista a los intereses occidentales, y esa amenaza se vio acentuada por la acción militar contra Irak”. El año pasado, en el Foro Económico Mundial, Gareth Evans, antiguo ministro de Exteriores australiano y líder del Comité asesor sobre Crisis Internacionales, dijo: “El resultado neto de la guerra contra el terrorismo es más guerra y más terrorismo. Mirad Irak: la razón menos verosímil para ir a la guerra –el terrorismo- se ha convertido en su más terrible consecuencia”.

Nada de esto justifica lo que hicieron los terroristas. Pero ayuda a explicar cómo hemos llegado al lugar donde nos encontramos y lo que tenemos que hacer para trasladarnos a otro más seguro. Si Blair no era consciente de que la invasión nos haría más vulnerables, incurrió en una negligencia; si lo sabía, tendría que asumir su parte de responsabilidad. Eso no quiere decir que nos mereciéramos los que pasó. Significa que nos merecemos algo mucho mejor.

g.younge@guardian.co.uk

 

 

Referencias y contextualización

Este artículo, citado en "Madrid-Londres", fue publicado en el periódico londinense The Guardian el 11 de julio y reproducido en El Mundo el 13, con traducción de Kiko Rosique.

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