20 diciembre 2006
Autoexorcismo de la palabra
 

 

Más que de una columna en manos de un diletante, el éxito del Teléfono de la Esperanza debería ser objeto del estudio de un equipo de neurólogos que registraran, armados de electrodos y sensores, qué partes del cerebro se activan en el mecanismo que hace placentera y hasta reparadora la narración de la propia miseria. En general, sólo así podremos acceder al conocimiento de cualquiera de los procesos mentales, a los que los psiquiatras y psicoanalistas se limitan a aplicar nombres y etiquetas; es decir, metáforas. El día en que la ciencia desvele las reacciones químicas que experimentan las neuronas, la psicología nos parecerá una de esas hipótesis ingeniosas que formulan los niños para explicarse la realidad que empiezan a descubrir. Y, los artículos de prensa de los aficionadillos al tema, no quiero ni pensarlo.

Como, con un poco de mala suerte, yo no estaré vivo por entonces para recibir el varapalo, me permito divagar unas líneas y exponer mi perplejidad ante las 1.500 llamadas anuales que, por lo visto, recibe esta ONG en Valladolid. A mí, en los malos ratos, los consejos jamás me han proporcionado el menor alivio o solución (supongo que tampoco habré sido capaz de darlos desde la posición contraria) y, por idéntica razón, siempre me he negado a acudir a un psiquiatra. Siendo uno mismo el único que conoce todos los detalles de su carácter y de la situación que trata de resolver, el único que convive ininterrumpidamente consigo, a nada que posea una mínima tendencia a la introspección (que ha de ser implacable, desprovista de prejuicios morales y dispuesta a aceptar que todo en el hombre es comprensible y obedece a unas causas), nadie le va a improvisar en unos minutos claves que él no haya considerado antes ni alternativas que no haya descartado, porque no le valen o porque no tiene fuerzas para acometerlas.

Pero hay más. Prescindiendo de los consejitos, cuando uno se encuentra hundido la simple compañía resulta clamorosamente inútil. En este sentido, también deberían estar prohibidos por ley los pésames, las condolencias, los ánimos y las palmaditas en la espalda, que son en realidad más reconfortantes para quien los da que para quien los recibe, porque siempre es más cómoda la posición del que ayuda que la de quien es ayudado.

De todas las estrategias que le están disponibles al voluntario que contesta al Teléfono de la Esperanza, queda, eso sí, la escucha. Por alguna razón hormonal que tendrá que descubrir la neurociencia, a todos nos desahoga volcar nuestras desdichas en un oído sensible que también sufra un poco por ellas. Es el mismo autoexorcismo que subyace a la blasfemia; al ser el azar neutro e impermeable, necesitamos un dios personal del que podamos imaginar que le duele lo que nos está sucediendo y, por supuesto, nuestra forma de rebelarnos contra ello renegando del Padre que nos ama. Algunos hemos tenido la suerte de encontrar a los mejores oyentes voluntarios en nuestra propia familia, pero desgraciadamente eso no le ocurre a todo el mundo. Para los que no cuentan con ese privilegio, es absolutamente necesario que el Teléfono de la Esperanza siga existiendo, cuando menos, otros 15 años más.

 

 

Referencias y contextualización

La ONG Teléfono de la Esperanza, cuyos voluntarios se ofrecían a aconsejar o escuchar a todos los afligidos que quisieran marcarlo, acababa de mudarse en Valladolid a una sede mayor para hacer frente al éxito que había cosechado la iniciativa en sus 15 años de permanencia en la capital castellana, y para poder completar su labor con la celebración de encuentros, seminarios y conferencias. Además, tenía previsto abrir en los próximos meses una delegación en Salamanca.

 

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