27 diciembre 2006 |
La autosugestión del lotero |
Como el hombre rara vez es como realmente desearía ser, termina deseando ser como realmente es. Por obra y gracia de ese maravilloso mecanismo psicológico que es la autosugestión, a los linces de los negocios ni se les pasa por la cabeza envidiar a los intelectuales, y éstos, a su vez, tendrán que privarse de muchas comodidades pero nunca lo harán de la íntima superioridad que sienten sobre los primeros. De idéntica forma, los manitas saborean su habilidad; los camareros, su intuición para aconsejar al cliente; el pelota, el éxito al que ha trepado, y el proscrito, la independencia insobornable que le ha llevado al ostracismo. El ligón hace bandera del hedonismo; el tímido, de la moral, la responsabilidad o la sensatez; el marido con atrofia sentimental juzga que el trabajo y el éxito son lo primero en la vida y la mujer que ha fracasado profesionalmente hiperdesarrolla su vocación y sus deberes de madre. Ni siquiera los tipos desgraciados o deprimidos que maldicen su suerte se cambiarían en el fondo por alguien totalmente distinto de sí mismos. Un ejemplo palmario de nuestra desesperada necesidad de adaptar lo que pensamos, de representar lo que somos, de justificar nuestro nicho en el mundo, de vestir a nuestro personaje de las cualidades y circunstancias que le cayeron por casualidad a nuestra persona, es el que brinda el vendedor de lotería, tan metido en su papel como para estar radiante por haber vendido el Gordo aunque no se haya quedado con ningún décimo y, por tanto, se le haya escurrido literalmente de las manos la posibilidad de ser millonario. La lotera de Almazán sólo obtendrá de la millonada que repartió el pellizco que le proporcionarán en las próximas convocatorias las compras adicionales de los supersticiosos que se piensan que la suerte tiende a asentar sus reales en el lugar donde ya se hospedado con anterioridad. A lo sumo, con esos ingresos podría adquirir más series en 2007 y tratar de construirse un mito absurdo como el de la leridana Bruja de l’Or, donde muchos justifican sus compras compulsivas obviando que la mayor probabilidad de que toque en la administración que más números adquiere no aumenta la de cada uno de esos números por separado. Sin embargo, el entusiasmo de la chica, con recordatorio a su abuelo incluido, fue una de las estampas hermosas del viernes, junto a la euforia de mucha gente humilde, la solidaridad de grupo que va intrínsecamente aparejada a este sorteo, el regalo de dos décimos finalmente premiados a dos inmigrantes recién llegadas a España y, desde luego, la carrera entre las diversas entidades bancarias perdiendo las bragas por hacerse con el disputado botín del señor Cayo. Conmigo, el bombo se comportó de forma difícilmente mejorable, dado que fui el único de los 50 empleados de mi empresa que no pidió un solo décimo. Un ataque de racionalismo me espetó que, si jugaba a la lotería "por si acaso", con mayor motivo debía quedarme en casa para ahorrarme un atropello o una teja desprendida en la cabeza. Confieso, de todos modos, que mi arrogancia flaqueó un poco en vísperas del sorteo, especialmente después de conocer en una cafetería a un tipo al que las dos únicas veces que le habría tocado no había podido comprar el décimo, y que me despidió con una palmada en la espalda que a mí me recordó a la que nos dábamos de niños cuando jugábamos a contagiarnos “la peste”. Al final, empero, se impuso la cordura; la suerte, por suerte, pasó de largo por mi empresa, y yo, al menos por el momento, no he tenido que sufrir la humillación de matar a mi personaje.
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Referencias y contextualización El 70% del Gordo del sorteo extraordinario de Navidad de la Lotería Nacional cayó en diversos pueblos humildes de la provincia de Soria, y fue vendido por la lotera de Almazán, que, tras conocer la noticia, se mostró radiante y convencida de que había sido su difunto abuelo, también lotero, quien les había enviado el premio desde el cielo. Esta vez la administración leridana de La Bruja de l'Or no repartió ningún premio, a pesar de su proverbial fortuna de los años anteriores, que había llevado a mucha gente a comprar en ella sus décimos, bajo el razonamiento de que, al ser una de las que más décimos adquiría, era matemáticamente más probable que tocara allí. En los días siguientes, se conocieron anécdotas como que habían resultado premiadas dos inmigrantes a quienes sus vecinos habían regalado el décimo porque eran las únicas del pueblo que no habían podido comprarse uno, o que las diversas entidades bancarias de la zona andaban buscando a los premiados para tratar de que éstos les confiasen sus nuevos ahorros. El disputado voto del señor Cayo es una novela de Miguel Delibes en la que los candidatos a la alcaldía de un pueblo castellano compiten por el decisivo voto del protagonista. |
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