21 enero 2004
Aznar o el carisma de los elegidos
 

 

De los tiempos remotos en los que yo atendía a las clases de Religión, recuerdo que se definía el carisma como una suerte de don exclusivo que Dios concedía sólo a los elegidos. Ya podían sentirse celosos o menoscabados los fieles más virtuosos que sobre la tierra hubiese, que el Señor tenía escogidos de antemano a los profetas a quienes comunicaría la gracia especial para conocer y propagar su mensaje.

En política sucede algo parecido. No se elige a los candidatos que irradian un aura mágica, sino que el carácter se concede a los que previamente han sido elegidos, en las urnas. Ya se encargarán después el poder, la tele y el aparato del partido de vestir de púrpura al líder y dar lustre a su cetro de mando. ¿O no se acuerdan ustedes de los trabajosos comienzos de aquel funcionario gris del que todo el mundo decía que no tenía carisma? Había pasado sin pena ni gloria por el Gobierno de Castilla y León (claro, que quién no pasa sin pena ni gloria por Castilla y León) y había perdido las elecciones que tenía ganadas en 1993. Casi todos los que, en 1996 como ahora, pensábamos que era necesario un cambio, temblábamos de miedo cada vez que Aznar entraba a batirse en debate con González como cordero que va al matadero.

Ya ven qué metamorfosis. Quién nos iba a decir que, ocho años después, el guiñol del personaje hablaría desde las alturas a rivales y correligionarios; que aquel advenedizo que alcanzaba La Moncloa con una apariencia tan humilde como la de su predecesor en 1982 se iba a volver igual de fatuo, engreído y prepotente que éste; que el campeón consagrado terminaría acusando al nuevo aspirante de flaquezas muy semejantes a las que Felipe aireaba de Aznar entonces y, para retroalimentar su chocheo neurótico, nunca ha dejado de recordar del todo.

A Rodríguez Zapatero no le hace falta amansar a sus barones para ganar el 14 de marzo; bastará con que triunfe ese día para que, inmediatamente, disentidores y réprobos reconozcan la llegada del mesías esperado. Entonces, como Arenas y compañía hicieron en su día, aquéllos suscribirán ante la opinión pública “lo que diga el Presidente”, con objeto de dar envergadura y autoridad a la cara visible del partido en una democracia descaradamente personalista como la nuestra. Aunque parezca mentira, Zapatero tiene más madera de líder hoy que la que Aznar tenía en 1996. Y, aproximadamente, la misma inercia en contra.



 

 

Referencias y contextualización

El 19 de enero se disolvieron las cámaras y, en consecuencia, se dio por terminada la segunda y última legislatura de José María Aznar al frente del Gobierno. Cumpliendo la palabra que dio en 1996, no optaría a una nueva reelección. En los últimos tiempos, el personaje de José María Aznar en los populares muñecos del guiñol de Canal+ se había representado a menudo en lo alto de una escalera, pontificando con altivez a sus interlocutores del PP o de la oposición, que caminaban a ras de suelo varios metros por debajo.

Desde el PP se solía acusar al candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero de inexperiencia, ausencia de carisma de líder y falta de autoridad sobre los barones regionales del partido, especialmente los de Cataluña y el País Vasco.

El breve retrato final de José María Aznar se completa con el siguiente artículo, "Aznar o la integridad de los integristas".

 

 

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