6 abril 2005 |
Bajar el listón |
Es lo que suele hacerse cuando muere alguien. Uno está deseando regalarle un último homenaje al difunto y se ve obligado a rebajar de manera alarmante la cota que su criterio había fijado como umbral mínimo merecedor de elogio. Hay algunos que disfrutan de esta extraordinaria prerrogativa incluso en vida: los ancianos venerables, los líderes honoríficos, los intelectuales consagrados, los iconos progres, las aves fénix que tuvieron que luchar contra la adversidad y los deportistas mimados por la prensa. Con ellos también bajamos el listón. Hagan lo que hagan, ya pondremos de nuestra parte algún retruécano mental para que nos parezca admirable. Ahora ha fallecido un señor que acaparaba varias de estas dignidades, así que la bajada de listón ha sido casi de pantalones. No es culpa de Juan Pablo II, a quien, absorto en la misión que creía tener encomendada (tanto en el entusiasmo invencible y autosuficiente que otorgan la juventud y la novedad como en el ensimismamiento casi místico de sus últimos años), seguramente le habría parecido insignificante todo este servilismo con que se le agasaja. Pero eso no obsta para que podamos ridiculizar como se merecen los elogios desmedidos que ha venido recibiendo estos días, la inmensa mayoría de los cuales jamás se habrían prodigado a alguien que no hubiera tenido la suerte de ser Papa sin haber opositado a ello. Unos se admiran de la larga duración que ha tenido su papado y ya sólo por eso le apelan el Grande o el Magno. Qué barbaridad. Si ése es el adjetivo que merece todo aquel que mantenga durante veintiséis años un cargo que ya de por sí es vitalicio, no es de extrañar que para quien dure diez más haya que recurrir a superlativos insólitos como generalísimo. Otro tanto ocurre con su número de viajes al extranjero, que le han granjeado el reconocimiento como Papa cercano, entregado, sacrificado y servicial, como si cargar con la cruz de los achaques o exhibirse unas horas ante multitudes anónimas sin voz ni voto fuera una hazaña o redundara en algún tipo de beneficio para alguien Otros le han calificado de intelectual a la altura de los más grandes filósofos. Vamos a ver. ¿Qué otro autor habría merecido tal distinción a cambio de decir, como en su última encíclica, que afortunadamente la Providencia concedió sólo doce años a Hitler, o que el nacionalismo piensa en la propia nación pero en cambio el patriotismo en todas? Cada párrafo del Papa es una ristra de nimiedades, obviedades y arbitrariedades catequísticas. A quien carece absolutamente de sentido crítico hacia las ideas que ha heredado no se le puede calificar de gran intelectual. Se proclama además que fue un abanderado de la paz y de los pobres. ¿Por qué? ¿Por decir que la guerra es terrible y que el mundo no debería permitir la injusticia? Sólo faltaba. Pero seguro que se lo han oído también a su panadera y no les ha parecido tan admirable. Eso por no entrar a mencionar que ante la pobreza Juan Pablo II apeló a la caridad y a los polacos les dijo en su lucha contra el comunismo: “No os conforméis. Podéis cambiar las cosas”. Cada uno es teólogo de la liberación donde quiere. Aun a pesar de esta sutil diferencia de planteamiento, el que una frasecita fuera decisiva para acabar con el comunismo es algo que le habría costado asumir al mismísmo Tomás de Aquino, tan amigo de las causas primeras y el efecto dominó. Cuando dijo a sus paisanos que no fueran a la Guerra de Irak o que no follaran con condón no demostró tener tanta influencia. Eso sí, cabe reconocer que al menos su anticomunismo significó una postura valiente, como pudo ser su ecumenismo si no hubiera sido vasallático o su disculpa por la condena a Galileo si hubiera tenido una continuación coherente en su actitud hacia la ciencia de hoy. El Papa no ha dejado huella, y mucho menos entre los jóvenes. Quitando la espectacular pero ínfima minoría que le seguía a todas partes, las nuevas generaciones están huyendo de la práctica católica. Desde luego, hace falta mucho voluntarismo para considerarle "el hombre más importante del siglo", como ha aventurado el nuncio Manuel Monteiro de Castro. Sea cual sea el criterio por el que nos decantemos para conceder tal galardón (mayor beneficio al mayor número de personas, influencia política, protagonismo decisivo en un avance del conocimiento humano o un cambio en los patrones de comportamiento colectivos), se me ocurren por lo menos quince o veinte personajes que tendría por delante en cualquiera de las categorías. Es verdad que ha despertado cariño y asombro por la entereza con la que ha arrostrado sus padecimientos físicos, pero también hay que reconocer que ostentaba un cargo muy proclive a inspirar ternura y reverencias. Y ninguno de estos efectos psicológicos ha hecho nunca que su artífice pasara a la Historia. Karol Wojtyla lo habría podido lograr si hubiera utilizado su magnetismo personal para hacer que la Iglesia cambiara durante su mandato, pero esto no ha sucedido. Claro, que, si lo hubiera hecho, si Juan Pablo II hubiera sido un personaje verdaderamente decisivo, ahora no habría tanta gente dispuesta a bajarle con tanta condescendencia el listón.
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Referencias y contextualización El sabado 2 de abril falleció Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, y los elogios en en los términos que aquí se mencionan fueron unánimes a su muerte.Una de las más repetidas entre los líderes occidentales fue su ánimo a que sus compatriotas polacos no se conformaran con el sometimiento al comunismo soviético, especialmente en sus visitas al país de 1980 y 1983. La independencia de Polonia fue el primer episodio de la caída del comunismo por una suerte de efecto dominó en todos los países del Este. Dos décadas después, Polonia se distinguiría por ser uno de los más fieles aliados de Estados Unidos en su guerra contra Irak, a la que el Sumo Pontífice se opuso en muchas ocasiones. Entre las críticas que se le hicieron, fundamentalmente en vida, destacan su conservadurismo moral y su firme represión de la Teología de la Liberación. Tomás de Aquino, convencido de que fe y razón tenían que ser convergentes en dirección a la única verdad, adaptó la filosofía aristotélica de las causas a la doctrina eclesiástica, en la que Dios aparecía como causa primera o motor inmóvil que, según una elaboración desencadenó todo el proceso de la creación.
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