8 abril 2009 |
Cómo no sería Dios |
Fue, sin duda, el sueño más fascinante que he tenido en mi vida: algún ser de naturaleza imprecisa me llevaba de la mano volando por alturas inexploradas y me iba revelando las verdades últimas de la existencia. No recuerdo cuáles eran las respuestas concretas (supongo que no las habría), pero sí haber preguntado en cierto momento a mi amable anfitrión: “¿Entonces, Dios existe?”. Lo de menos fue la contestación (“No, pero la respiración del genio que vive en esa cueva marca el compás al que se mueve el universo”), bella, caprichosa e intrascendente como los sueños mismos. El caso es que un ateo casi convencido como yo la imploraba con sedienta urgencia. Y es que lo reconozco: aunque crea que se trata de una pregunta improcedente ya que la materia se explica sola (algo así como especular sobre la identidad del asesino cuando la muerte ha sido por accidente), es el quid de todas las cuestiones. Salvando los años-luz de distancia nada relativa que nos separan, Albert Einstein, que tampoco era creyente aunque algunos jueguen a los dados con sus frases, decía: “Quisiera conocer los pensamientos de Dios. El resto son detalles”. Por eso, a veces me gusta indagar por medio de la razón cómo sería Dios en caso de que existiera. Sí, la razón, que es la única arma que tenemos para conocer las cosas y que, cuando se trata de celebrar la belleza de la creación o de agradecer una petición que se nos ha satisfecho, al parecer no es débil ni imperfecta y alcanza perfectamente a comprender la mente divina. Alguna conclusión básica se puede obtener; la existencia de Dios es una hipótesis vaga e incontrastable, pero los atributos que se le asignan lo son un poco menos. Sobre todo porque le han puesto el listón muy alto. Por pura lógica, se puede deducir que es imposible que Dios sea a la vez omnipotente y bondadoso. Una de dos: o no puede o no quiere acabar con el sufrimiento del hombre. Si no puede, no es omnipotente, y, si pudiendo, no quiere hacerlo, obviamente no es un ser bondadoso. Podríamos pensar en un dios todopoderoso que no haya creado el mundo o que, tras crearlo, se aburriera de él como les ocurre a los niños con los juguetes viejos. En el otro extremo, no sería radicalmente absurdo concebir un dios benévolo que se preocupe por el hombre o incluso intervenga en su favor moviendo hilos y cruzando personajes, pero que no pueda imponerse a las leyes físicas. Sea cual sea el sentido que se quiera buscar al mal, al dolor, a la enfermedad y la selección natural, un dios realmente omnipotente no habría tenido problemas en desencadenar idéntico resultado a través de un medio menos gravoso. La última posibilidad, nada descartable, es que Dios no fuera ni omnipotente ni bondadoso. Podría haber un dios limitado y egoísta, un ser superior a los hombres, que los controlara pero a la vez los necesitara; que los mantuviera vivos durante un tiempo porque consume el aliento que exhalan en vida o la cadaverina en que se descomponen sus aminoácidos al morir. ¿Una fantasía disparatada? No tanto como la de un dios a un mismo tiempo todopoderoso y benévolo. Estamos en Semana Santa, ¿no? A un ser omnipotente no le habría hecho falta que su hijo muriera para borrar nuestros pecados. Y un dios bondadoso no nos habría puesto a prueba a sabiendas de que luego nos tendría que perdonar.
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Referencias y contextualización La frase de "Dios no juega a los dados con el Universo", con la que Einstein tomaba partido en la discusión entre si hay una ley general que lo explica todo o si siempre queda un resquicio al azar, ha servido para que muchos especulen sobre la posible religiosidad del físico germano-norteamericano. . |
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