29 enero 2003
Compré una pala, ¿y qué?
 

 

Si de un autor de prestigio internacional como Rodrigo García se dice que, por su vocación iconoclasta, es adorado u odiado sin término medio, y que de su obra se ha llegado a marchar una treintena de espectadores escandalizados, cualquier cronista que la recense se sentirá impelido a situarse del lado del arte y contra la mojigatería. Sobre todo cuando, en este caso, obviamente el rey no va desnudo.

Pero no insistiré en los monólogos brillantes o los cuadros poderosamente evocadores que Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba sirve de vez en cuando. Ya los han glosado otros que saben de teatro mucho más que yo. Prefiero apuntar los reparos que me sugirió la función del sábado, en lo que, por otra parte, ha sido sin duda uno de los acontecimientos culturales del año y una nueva muestra del lujo que para esta ciudad infestada de eventos de madera policromada supone contar con Javier Martínez y la Sala Ambigú.

Claro que no es un defecto que la obra no tenga argumento lineal o un sentido conjunto en el que engarcen como cuentas de abalorio todas las piezas, pero sí que algunos números resulten desiguales y superfluos. Desde luego que no resta la renuncia a buscar la empatía cómoda del espectador; pero los recursos de distanciamiento que acentúan el carácter de artefacto de la obra son una exigencia adicional sobre el contenido, porque lo que colaría como mímesis no siempre es interesante para merecer una representación que se anuncia explícita y voluntaria. Ni qué decir tiene que no es censurable en absoluto que Rodrigo García coja la pala de la violencia, la escatología o la improvisación para socavar las convenciones y los escrúpulos del teatro tradicional; pero, cuanto más se apoye en ella, más se arriesga a que se le pueda replicar: “bueno, ¿y qué?”

Denunciar la mercantilización de la vida ya no es hoy un gesto transgresor o necesario, sino más bien un discurso simplista, reiterativo y baladí. Tampoco lo es formular el compromiso social con un eslogan tan facilón como “Argentina: devolved el dinero al pueblo”. Por fin, bastantes sentencias y golpes de humor, pretendidamente zafios o no, carecían de todo ingenio y pulido, aunque el público concediera a La Carnicería barra libre desde el principio y casi diera la impresión de estar esperando en cada escena el señuelo convenido para troncharse. También a la provocación expresionista de izquierda hay que ponerla un filtro de calidad.

 

 

 

Referencias y contextualización

El sábado 26 de enero, el dramaturgo madrileño Rodrigo García, muy reputado en los círculos teatrales españoles y sobre todo europeos (principalmente en Francia) representó con su compañía La carnicería su nuevo montaje Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba en la sala de teatro alternativo Ambigú, de Valladolid, cuyo director de programación es Javier Martínez. La obra de Rodrigo García denunciaba la mercantilización de la sociedad capitalista y la paranoia de sus ciudadanos con el lenguaje provocador, explícito y expresionista que caracteriza todas sus producciones. Las tallas barrocas que salen a la calle en las procesiones de Semana Santa, seguramente el mayor reclamo cultural de la capital vallisoletana, son de madera policromada.

 

 

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