3 diciembre 2003 |
Constitucionalmente hablando |
Como parte de su peculiar homenaje a la XXV onomástica de la Carta Magna, para la que apenas quedan tres telediarios (para la onomástica en sentido literal y para la Carta Magna en figurado), el Partido Popular ha decidido recurrir al Tribunal Constitucional todo aquello que no puede rebatir con argumentos. Lo que nos faltaba. Primero fue el Plan Ibarretxe y ahora la Ley aprobada por la Junta de Andalucía para administrar el banco de células madre embrionarias que pretende destinar a la investigación médica. El criterio es idéntico en ambos casos: las comunidades autónomas no gozan de competencia en esos menesteres. Tiene gracia. La esencia de un tribunal de esa índole no es otra que proteger los derechos individuales reconocidos en la Constitución y que pudieran ser conculcados por una ley aprobada por los órganos correspondientes del Estado (centrales o autonómicos). Y el Gobierno apela a él exactamente para lo contrario: para proteger al Estado del principio de soberanía popular encarnado en los representantes políticos elegidos por los vascos y los andaluces. Como dé la razón al Gobierno, el Tribunal Constitucional quedará convertido en un garante del statu quo, en un kafkiano guardián de la puerta de la Ley, infranqueable para el común de los ciudadanos e impermeable a la menor innovación que surja donde no debía haber surgido. Constitucionalmente hablando, todo cambio es un delito. Aparte de lo reveladora que resulte tal artimaña de la categoría intelectual y moral de quien se aferra a ella, un sistema que a los veinticinco años no deja resquicio para ninguna modificación que no surja desde su propio interior se parece mucho a cierta dictadura que sólo derivó en otra cosa gracias a un misterioso harakiri de sus Cortes Generales. Lo curioso es que el PP es consciente de que las leyes son caducas y hay que actualizarlas, por ejemplo para encarcelar lehendakaris y dar así la razón al espantapájaros de Arzalluz cuando advirtió tras la ilegalización de Batasuna que el siguiente sería el PNV. Para recuperar la figura del preso político y crear mártires que movilizarán a todos los vascos indecisos o no militantes. Qué tarugos, madre mía. Pero eso sólo como excepción, o como Estado de la misma. Por lo demás, el hombre se hizo para el sábado. Pues a Dios gracias que en Babilonia no había tribunal constitucional, porque si no a estas alturas todavía estaríamos rigiéndonos por el Código de Hammurabi.
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Referencias y contextualización El 6 de diciembre se celebraba el 25º aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución española, en medio de un debate creciente sobre la pertinencia o no de someterla a una reforma para dar cabida a las exigencias de mayor autonomía de comunidades como el País Vasco y Cataluña. El Gobierno del Partido Popular se planteaba por estas fechas hacer aprobar una ley que impusiera penas de prisión a los dirigentes políticos que convocaran un referéndum en su ámbito jurisdiccional sin tener competencia para ello (tal era el caso del Plan Ibarretxe). El guardián de la Ley es un personaje abstracto y simbólico que aparece al final de El proceso de Franz Kafka. En el argot histórico, se habla del harakiri de las Cortes franquistas cuando aprobaron la Ley para la Reforma Política que significaría su acta de defunción a instancias de Adolfo Suárez. El Código de Hammurabi promulgado por este rey babilónico en el siglo XVIII a. C., es considerado el primer corpus legislativo de la Historia. Uno de los principios que regían sus disposiciones era la ley del talión. Sobre el debate de la reforma de la Constitución, ver también el artículo siguiente, "En torno al decisionismo".
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