3 diciembre 2000 |
El congreso disidente |
Seguramente la libertad de expresión sea el rasgo decisivo de las democracias. Probablemente, en el reconocimiento de que las personas somos diferentes, de que nuestras respectivas herencias biológicas, nuestra educación y nuestras vidas contienen una diversidad tal que son potenciales generadoras de una infinitud de ideas, motivaciones y planteamientos divergentes pero legítimos por igual, esté la clave de la perdurabilidad de un sistema que, de acuerdo con esta premisa, debería hallarse en disposición de entender y asumir las razones de todos sus ciudadanos. Me atrevería a sentenciar que en esta tolerancia infinita yace no sólo la mejor atmósfera para la convivencia, sino, más allá, la perspectiva idónea para que alcancemos al fin una comprensión consecuente de la naturaleza relativa de todo lo que se refiere a las creaciones del hombre. Seguramente merezcan un papel protagonista en la milenaria tragedia humana los intelectuales que viven y mueren tratando de introducir tales principios en el ideario de sus respectivas comunidades, reclamando los derechos de las minorías, la validez de los planteamientos disidentes. Afirmaría incluso que la disidencia es la única actitud que justifica en última instancia la página impresa: decir lo que no ha dicho nadie, introducir enfoques inéditos que nos lo hagan pensar todo otra vez, saltar más allá de las convenciones para demostrar que las verdades de ayer eran también convenciones. Y vuelta a empezar. Por eso, a nadie se le debería haber ocurrido enjaular a los escritores perseguidos en un congreso. Institucionalizar la contestación, envasar lo que fue valiente rebeldía en el tetrabrik de una ponencia, proclamar ampulosamente el discurso de los disidentes en una ciudad ubicada en la civilización que hace ya tiempo que lo adoptó como discurso dominante. Estoy un poco harto de las películas contra el racismo, de las campañas por la igualdad de la mujer, de los manifiestos por la libertad de expresión. Puede que persistan los atentados contra los derechos adquiridos, pero ya son repudiados como ofensas al ideario colectivo. Para qué insistir. La reiteración estereotipada se convierte en autocomplacencia, en glorificación vana del sentido democrático que de momento sólo ha calado en Occidente, y en la coartada que silencia otros discursos que aún son minoritarios por aquí. Un congreso disidente, a estas alturas, ya es un oximoron.
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Referencias y contextualización El Palacio de Congresos de la ciudad de Valladolid acababa de acoger unas jornadas dedicadas a los escritores (en la actualidad residentes en Occidente) que habían defendido la libertad de expresión en sus países de origen y habían sido perseguidos por ello. El oximoron es la figura retórica que consiste en la unión de dos palabras de significado opuesto; una paradoja formada por un sustantivo y un adjetivo. |
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