24 noviembre 2004
La señora de los castillos
 

En los fuegos del Monte del Destino fue forjada una corona. Una corona para gobernar los reinos hispánicos, para encontrar nuevos súbditos allende los mares y para atarlos a las tinieblas.

Durante muchos siglos, el Moro Oscuro dominó España, sometiendo a los lugareños a una cruel tiranía. Los reinos cristianos se aliaron y contraatacaron hasta recluir a los infieles en Granada, pero la corona tenía vida propia y estaba deseando volver a su señor. Durante el reinado de Enrique IV, se apoderaron de la Corte unas horribles criaturas llamadas judíos, que despellejaban a las gentes mediante la usura y amasaban riquezas a las que arrullaban: “¡Mi tesoro!”. Fingían lealtad pero, en el ancestral odio que profesaban a la Iglesia de Cristo, fomentaban la blasfemia y el fornicio y aguardaban la ocasión de abrir otra vez las puertas de España a las tropas de orcos del Moro Oscuro.

Sin embargo, no todo estaba a merced de la voluntad de la corona, que acabó recayendo en el ser más débil, bajo y despreciable que pudiera pensarse: una mujer. Sí, amigos, pero una mujer ejemplar, piadosa y capaz, a la par que abnegada esposa del valiente Fernando Aragorn y amantísima madre de todos sus hijos casi por igual. Isabel protegió la corona frente al vil contubernio entre un rey extranjero y una princesa bastarda y domesticó a nobles y Órdenes Militares. No porque el poder de la corona la tuviera obsesionada, sino porque sabía que nadie más que ella podía cargar con la misión de crear un Estado moderno para servir al Señor. A tal fin, liquidó inquisitorialmente a 2.000 indeseables que arruinaban la moralidad del reino y, con ayuda de Aragorn y un mago llamado Mendoza, puso cerco a Granada y acabó para siempre con las fuerzas del mal. Después, demostró su nobleza librando a los judíos confesos de las iras de la plebe; los puso a buen recaudo y les prohibió llevarse oro, plata o moneda, para que tampoco los saquearan los corsarios.

Las dos vidas que salvó tras su muerte en sendos milagros, unidas a las dos mil que había enviado con todo merecimiento a los infiernos, justifican que Franco, otro héroe que sabía lo duro que es resistir a la tentación de la corona, pidiera su beatificación. A nosotros, pues, no nos queda sino suspender por un momento nuestro desprecio a la vieja Historia elitista de grandes personajes y batallas, y arrodillarnos en homenaje a nuestra reina santa.

 

 

Referencias y contextualización

El viernes 26 de noviembre se celebraba el V centenario de la muerte de la reina Isabel I la Católica, que en Castilla y León había sido conmemorado a lo largo del año con gran cantidad de congresos, conferencias, exposiciones y otros eventos, promovidos institucionalmente y desde el ámbito universitario. La reina Isabel fue ya uno de los grandes referentes históricos del franquismo, por su profunda religiosidad y como forjadora de la unidad de España, y en 1958 el propio Franco dio luz verde a que se abriera su proceso de beatificación, una iniciativa propuesta por el arzobispo de Valladolid, García Goldáraz. Dos supuestos milagros (la curación de un ciudadano norteamericano y de un sacerdote español) avalan su candidatura a los altares, que ha sido retomada en varias ocasiones (la última en 2002, pensando en una canonización para este año de su centenario), sin que el Vaticano haya dado aún ninguna respuesta afirmativa. En su contra está que capitaneó una guerra contra los musulmanes de Granada, que solicitó la creación de la Inquisición en España para perseguir a los conversos y a otros pecadores, que expulsó a los judíos y las injusticias que cometieron los conquistadores españoles sobre los indios de América, por más que la reina Isabel dispuso que había que tratarlos con el respeto que merecían como súbditos suyos. Algunos historiadores también la han echado en cara la supuesta injusticia que cometió con los derechos sucesorios de su hija Juana la Loca.

Para acceder al trono de Castilla, Isabel y Fernando de Aragón tuvo que imponerse militarmente a los partidarios de Juana la Beltraneja, teórica hija de Enrique IV pero que la Corte y el pueblo atribuían al aristócrata Beltrán de la Cueva; con ella se casó el rey Alfonso V de Portugal, presentando así sus aspiraciones al trono, cercenadas definitivamente en la batalla de Toro ante las tropas de Isabel y Fernando. La historiografía tradicional española establecía un fuerte contraste entre el reinado de Isabel y el de su hermano Enrique IV. A Isabel se la calificaba como una gestora eficaz, creadora del Estado moderno en España con el establecimiento del poder monárquico frente a los nobles y las órdenes militares; se la otorgaba, de acuerdo con los cronistas, una voluntad casi masculina, aunque además se la atribuían los valores propios de la mujer cristiana. El mandato de Enrique IV se solía definir como de decadencia, disipación de las costumbres y de infiltración de los judíos en la Corte. En realidad, los judíos llevaban muchos años ocupando puestos de confianza de los reyes, como el de recaudadores de impuestos o prestamistas. Los historiadores que abogaban por la esencia cristiana de España ponían el acento en su avaricia, su abuso de la usura y su secular odio a la Iglesia desde que crucificaron a Jesús de Nazaret como las razones del descontento popular hacia ellos, aunque éste también tenía tintes xenófobos. El cardenal Mendoza fue el consejero de confianza de la reina hasta mediados de la década de los 90. Aunque la historiografía de la etapa democrática en España reniega oficialmente del carácter épico y trascendental de la franquista, lo cierto es que la glorificación que se hizo de la reina Isabel (o de Carlos I o Felipe II en anteriores centenarios) se parece bastante a ella en la importancia que se concede a los grandes personajes, los hechos de armas y la gloria perdida de la España imperial. Todo ello se contradice con las directrices básicas que suelen defender los historiadores modernos, supuestamente más partidarios de la Historia social, económica, cultural, de las mentalidades o de las costumbres, que consideran más representativas de la realidad humana que los mitos épicos de la patria.

Uno de los grandes hitos del cine comercial en los tres últimos años había sido la trilogía El señor de los anillos, sobndore la novela de J. R. Tolkien. La adaptación fílmica rezumaba épica guerrera, olvida otros elementos interesantes de la obra literaria mucho más difíciles de adaptar al cine. La primera parte de la trilogía comienza narrando la forja del anillo regente en los fuegos del Monte del Destino: "un anillo para gobernarlos, un anillo para encontrarlos, un anillo para atarlos a las tinieblas" según la leyenda que tiene grabada. Lo mandó construir Sauron, el Señor Oscuro, para dominar a todos los pueblos del mundo, pero una alianza entre hombres y elfos le desposeyó. Sin embargo, el anillo tiene voluntad propia y está deseando regresar a su amo. Cae en manos de una horrible criatura llamada Gollum, que lo adora y lo contempla llamándolo "¡Mi tesoro!" ("My precious!", en la versión original), pero el anillo termina escapando. Lo encuentran los hobbits, raza insignificante y muy poco poderosa. Uno de ellos, Frodo, será el encargado de destruirlo devolviéndolo al fuego, para lo que tendrá que sobrevivir a una larga odisea que se desarrolla a lo largo de las tres películas de la trilogía, y resistirse a la magnética tentación de poder que ejerce el anillo sobre todos los que se acercan a él. Sus dos principales aliados serán Aragorn, valiente caballero y rey de Gondor, y el mago Gandalf. Gollum se gana la confianza de Frodo y le acompaña en su largo viaje, pero lo hace esperando su oportunidad para traicionarle y recuperar el anillo.

 

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