1 julio 2009 |
Las nucleares y los ecologistas |
Para tomar partido en la polémica sobre la central nuclear de Garoña hay que tener unos conocimientos técnicos de los que, sencillamente, carezco. Ya sé que hay mucha gente más audaz que yo, a quien su dominio superficial de la materia no le supone rémora alguna para reclamar con vehemencia la clausura o la continuidad de la planta; pero a mí, como ya me sucedió en el debate sobre el trasvase del Ebro y sus alternativas, en este tema me puede la cobardía. Quede claro que no es que no me haya tratado de informar. Es más; incluso, cuando han sabido explicármelo, he llegado a aprender que las dos partes en litigio hacen trampas con los datos, jugando no sé muy bien si con la ignorancia ajena o con la propia. Que unos alargan la potencia generada por las energías alternativas a las que profesan su amor y los otros minimizan los costes nucleares obviando el de gestionar unos residuos que duran más que el olvido. Pero, aunque entiendo que un periodista es, por definición, aquel profesional que tiene que hablar de todo sin tener ni idea de nada, este debate en última instancia tiene que resolverse calibrando, cuantificando y comparando una larga serie de pros y contras, y esa tarea tan técnica e inopinable se la dejo a los que saben. Sólo quisiera apuntar una perplejidad que últimamente me acucia: la verdad, no sé por qué los ecologistas son enemigos de la energía nuclear. A fin de cuentas, las grandes banderas verdes han sido siempre la conservación de la biodiversidad y la lucha contra la polución y el cambio climático. Pues bien, las centrales nucleares apenas emiten gases contaminantes y, si me apuran, incluso podrían contribuir a la biodiversidad en caso de que un hipotético escape radiactivo provocara alguna mutación en los seres vivos del entorno. No se crean que es broma del todo. Con las centrales nucleares ocurre un poco como con los transgénicos, otra de las recientes bestias negras de los ecologistas y que, en todo caso, si se demostrara su toxicidad, deberían serlo de alguna ONG defensora de la salud pública. Por lo visto, los ecologistas celebran la biodiversidad provocada por las mutaciones naturales, aleatorias y ciegas, pero rechazan toda aquella que pueda generarse por intromisión humana, aunque ambas sean cambios genéticos de la misma índole. Lo curioso es que en eso consiste exactamente el síndrome de Frankenstein que siempre le reprocho a la Iglesia: dar por bueno todo lo que depare el azar y nada de lo que el hombre, “jugando a ser Dios”, haga por mejorarlo. Quién lo diría. El amor al statu quo los cría y ellos se juntan. |
Referencias y contextualización La polémica central de estas semanas en Castilla y León era la posible decisión del Gobierno de cerrar la central nuclear de Santa María de Garoña, en Burgos. Partidarios del cierre, como los ecologistas y los sectores de las energías renovables, se enfrentaron a partidarios de su continuidad, como el PP y la industria nuclear, aunque el debate abundó más en consignas y reproches que en un estudio pormenorizado y numérico de los pros y los contras. Finalmente, el Gobierno anunció el jueves 2 su decisión salomónica de cerrar Garoña, pero no de forma inmediata, sino en cuatro años, una vez hubiera dado tiempo a implantar un plan de reindustrialización de la comarca para no perder los puestos de trabajo. Sobre esta decisión bromea el siguiente artículo, "Garoña, Salomón y Aristóteles". Sobre la paradójica convergencia entre la doctrina ecologista y cierto conservadurismo de índole religiosa, se puede leer también "El ecologismo tiene algo de carlista".
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