21 marzo 2007
El ecologismo tiene algo de carlista
 

 

Es la segunda vez este año que comparo una actitud de cierto predicamento en nuestros días con el espíritu que movía al carlismo decimonónico, aquel apego bucólico y semirreligioso a la presunta pureza de las-cosas-como-son que veía con horror su contaminación a manos de la modernidad y el progreso. Quizá la ecuación resultara más literal referida al empeño por conservar las tradiciones rurales, pero parece igualmente aplicable al ecologismo. La polémica de la Ciudad del Medio Ambiente en Soria y la abjuración que ha hecho el Ayuntamiento de Palencia de los transgénicos son dos ejemplos notorios de esta mentalidad.

El ecologismo, además de advertir contra los peligros del cambio climático en una alerta que cada vez se nos antoja más verosímil, ha aportado a nuestra cultura una nueva concepción de los animales, valiosa porque cuestiona las ideas establecidas; propone un paradigma distinto y, por tanto, abre posibilidades de conocimiento que antes no teníamos. Pero se convierte en una doctrina retrógrada e irracional cuando adopta el mismo síndrome de Frankenstein que inspira al catolicismo conservador y presupone que la naturaleza es un ente armónico, equilibrado y sabio (casi la obra de una voluntad inteligente), y que el hombre la pifia en cuanto decide manipularla, a suplantarla o a utilizarla en su beneficio. Que la izquierda, dialéctica y arbitrista, haya asumido con entusiasmo estos planteamientos es una de las paradojas más asombrosas de la política de nuestro tiempo.

Sólo una nostalgia primitivista puede anteponer la pervivencia del inhóspito erial de Soto de Garray a un proyecto que garantiza inversiones y empleo en la zona y, además, parece diseñado con mucha cabeza. ¿Que será un pelotazo para empresas y constructoras? Bueno, fuera de la expropiación de sus bienes y la nacionalización de la economía, la única forma de obtener de quien pone el dinero una rentabilidad social (en forma de VPO, sostenibilidad o lo que sea) es dejarle que consiga algo a cambio.

La misma veneración purista late detrás del rechazo frontal a los transgénicos. Si se demuestra que ciertas manipulaciones provocan efectos nocivos en la salud o el entorno, habrá que descartar esas modificaciones, pero no el hecho mismo de modificar, que es en definitiva el derecho del hombre inteligente a mejorar la naturaleza ciega. De otro modo, y ya puestos a respetar el original, ¿por qué vamos a limitarnos únicamente a su composición genética? Prohibamos todas las groseras manipulaciones que hacemos de la naturaleza, incluidas la pasteurización, las medidas higiénicas y las técnicas de conservación de los alimentos.

 

 

 

Referencias y contextualización

El miércoles 14, las Cortes de Castilla y León aprobaron el proyecto de la Ciudad del Medio Ambiente, que acogería a 120 empresas y centenares de viviendas (el 30% de ellas de protección oficial) en el Soto de Garray (Soria), en unos terrenos que habían sido recalificados suprimiendo la categoría de protegidos que tenían desde 1966 con el objeto de destinarse a regadío. La ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, anunció que recurriría al Tribunal Constitucional para impedir que el proyecto se llevara a cabo. Varias asociaciones ecologistas habían recogido firmas con la misma intención.

El viernes 16, el Ayuntamiento de Palencia declaró el municipio "Zona Libre de Transgénicos".

El arbitrismo es una mentalidad política que, genéricamente, se caracteriza por el intervencionismo en las actuaciones públicas, con el objeto de impulsar el desarrollo de las zonas deprimidas. Tuvo gran predicamento durante la Ilustración y, en España, también en el movimiento regeneracionista de comienzos del siglo XX y durante la II República. La dialéctica, por su parte, concibe la realidad desde un enfoque lineal y evolucionista.

El artículo que establece un paralelismo entre el carlismo del siglo XIX y los intentos de proteger los modos de vida tradicionales en el campo es "Carlismo del siglo XXI".

 

 

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