26 diciembre 2007 |
La vida es una adicción |
Cuando pienso en el mecanismo psíquico mediante el que atrapan las drogas, la bebida o el tabaco, hasta convertirte en una marioneta incapaz de decidir por ti misma y valorar la escasa entidad del placer que te reportan al lado del sufrimiento y la impotencia a que te terminarán condenando la toxicomanía, el alcoholismo o el cáncer de pulmón, me da la impresión de que se trata de una mera réplica del tipo de estímulos e inercias por los que la propia vida nos empuja a seguir adelante. Uno empieza a vivir igual que empieza a drogarse, a fumar o a beber: sin darse cuenta. Con el agravante de que nacer no es una elección nuestra, más o menos influida por nuestros amigos o el afán de experimentar cosas nuevas. A quien muerde uno de los triviales anzuelos que conducen a la adicción siempre se le podrá achacar que, de algún modo, estaba advertido desde el principio, aunque hacer caso a los consejos de otros, precisamente por ser de otros, exija en el fondo un acto de fe, y para contrastar su veracidad uno tenga que pegarse el morrazo él solito. Con nuestra primera calada de vida ni siquiera tenemos ese margen de libertad. Luego, a medida que maduramos, vamos tomando conciencia de lo que nos espera. Sabemos que, si seguimos con esto, nos aguardan el envejecimiento, las enfermedades, el dolor, la pérdida de facultades, la impotencia, la muerte de nuestros seres queridos, frustraciones y sinsabores de toda índole y, en último término, la nada absoluta. Es difícil concebir un ejemplo mejor para ilustrar la sentencia “Para este viaje no hacían falta tantas alforjas”. Y, sin embargo, la vida nos va cargando de alforjas igual que otras adicciones nos meten cocaína, nicotina o etanol hasta volvernos seres completamente dependientes. Probamos el placer de amar, de educar, de relacionarnos, de conocer, de viajar, de planear, de ganar dinero, de lograr poder, de ver la televisión, de seguir el fútbol o simplemente de jugar a ser uno mismo, y ya no podemos renunciar a ellos. Nunca tenemos suficiente y cada vez necesitamos más, porque somos presos de una red de estímulos e inercias que nos impiden ser libres y prudentes para decir hasta aquí y desengancharnos. Así que optamos por obviar el obvio desenlace. Es tan grande la adicción de vivir que, aunque sepamos que cada año que termina nos acerca un poco más a la metástasis, no dejaremos de practicar el vicio hasta que no nos haya hecho pagar con creces nuestra ligereza.
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Referencias y contextualización
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