31 octubre 2007
Los mártires
 

La Iglesia tiene todo el derecho del mundo a honrar a sus mártires y nada más que a ellos. A diferencia del Gobierno, que lo es de todos los españoles (y de hecho su Ley de Memoria Histórica reconoce literalmente a las víctimas por motivos políticos ¡y religiosos! de ambos bandos, por mucho que el PP y sus voceros radiofónicos se empeñen en obviarlo), la Iglesia es una institución privada y nadie puede obligarla a rendir homenaje a todos, o a abstenerse de hacerlo con quienes considera “los suyos” por no reabrir heridas o recordar tiempos dolorosos, como sugieren los por otra parte admirables teólogos progresistas Juan José Tamayo y Enrique Miret Magdalena. Si cree que los religiosos que murieron por oponerse al golpe de Estado de 1936 no son dignos de recordar, está en su derecho de ignorarlos. Y, si en 1971 y 1985 se mostró reacia a beatificar a los caídos en la Guerra Civil, nadie puede objetarla que ahora haya cambiado de opinión. Entiendo que Tamayo, Miret y los miles de cristianos que tras el Concilio Vaticano II se opusieron al régimen franquista y a la simbiosis nacionalcatólica protesten, desde dentro, que una Iglesia con vocación universal no debe tomar partido por algo tan mundano una opción política, pero a quienes somos ajenos a ella no nos queda sino agradecer que salgan nuevos datos a la luz y aceptar que una institución privada puede obrar con ellos como le venga en gana.

Además, ni la desmedida sublimación del martirio, ni la perspectiva de la vida eterna ni la suficiencia que el fondo implica el hecho de perdonar a sus verdugos desmienten el valor heroico de los religiosos que murieron por negarse a blasfemar o a profanar un sagrario, y cuya única culpa fue militar en la misma organización que Pío XI, el cardenal Gomá y el resto de sacerdotes que al mes de la sublevación la bautizaron como “cruzada religiosa”. La Guerra Civil la inició unilateralmente el bando franquista, y quienes aducen que vino de algún modo justificada por que el Gobierno del Frente Popular perdió el control ante el desorden callejero, la insostenible crispación y el intercambio de muertes que jalonaron los primeros meses de 1936 deberían ser consecuentes con sus palabras y lamentar también que el ejército no se levantara en enero de 1977, tras perderlo Suárez con los secuestros y crímenes de los Grapo y el asesinato de los abogados de Atocha, o legitimar el 23-F por las 170 víctimas que dejó el terrorismo de ETA entre 1979 y 1980. Sin embargo, la indignación y el odio que generó el golpe del 18 de julio pueden ayudar a comprender, pero nunca justificar, la vesania y el anticlericalismo cerril con que los milicianos de izquierdas (ya no la República) se emplearon sobre 498 personas inocentes e inofensivas para la suerte de su causa.

 

 

Referencias y contextualización

El domingo 28, la Iglesia católica beatificó en Roma a 498 mártires españoles asesinados por los milicianos en la Guerra Civil, en un momento en que la ley de memoria histórica que se estaba tramitando en el Parlamento había vuelto a poner de actualidad el tema de si homenajear a las víctimas de la contienda reabría las heridas presuntamente cerradas por la Transición. Diversas voces, algunas dentro de la propia Iglesia, culpaban a ésta de lo mismo que sectores de la derecha achacaban al Gobierno por defender -decían - a los combatientes de uno solo de los bandos. El cardenal Isidro Gomá era el primado de la Conferencia Episcopal cuando estalló la guerra. Sobre la ley de memoria histórica, se puede leer también "¿Herederos de quién?".

 

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