23 julio 2008
¿Mutilados en la gloria?
 

 

No sé yo si me atrevería a donar mi cuerpo (una vez muerto, se entiende) para que los aprendices de médico lo trocearan a su antojo en el curso veraniego de la Universidad de Valladolid. Imagínense por un momento que los egipcios tuvieran razón. Que el alma que un día perdimos (o quizá fue una noche) planea regresar tras varios milenios vagando por esos limbos de Dios, y de cómo se encuentre su antiguo recipiente dependerá el que lo considere un vestido con el acabado y el glamour suficientes para que la admitan en la fiesta eterna. No es una hipótesis menos fundada que la de que el Ser Supremo nos va a resucitar si somos buenos sobre la tierra.

La gente se abraza a la religión con el objetivo confeso de acceder a la vida futura;  la otra motivación que lo merecería, recibir algún favorcillo en la presente, sufre tantas decepciones a lo largo de la vida que nadie con un mínimo de sentido empírico la puede seguir albergando. La inmortalidad, en cambio, es imposible de refutar antes de que sea demasiado tarde. Por eso, si uno se declara ateo, los creyentes que le quieren bien le instan a cambiar de bando con el argumento, sólido y persuasivo, de que la promesa de eternidad le haría más feliz. Los más sibilinos añaden que, si de verdad hay algo después de la muerte, ellos se van a enterar para bien y yo para mal, y, si no, nos va a dar a todos lo mismo.

El problema desborda mi réplica habitual de que también me haría más feliz creer que va a hacer buen tiempo, pero si veo el cielo lleno de nubes negras no puedo honradamente pensarlo. Es que ni aun existiendo un dios tendríamos ninguna seguridad de que se va a tomar la molestia de abandonar sus divinos quehaceres y volverrnos inmortales. Y, puestos a elucubrar, también podemos concebir un alma destinada a perdurar sin necesidad de un libertador que la extraiga del cuerpo.

En todo caso, si la inmortalidad es un don otorgado necesariamente por Dios, y éste actúa sobre el mundo, parece lógico deducir a quiénes va a salvar de la muerte a partir de los indicios visibles de a quiénes favorece en vida. ¿A los buenos, a los humildes? ¿A los feos, a los decrépitos, a los tullidos? ¿O más bien a los fuertes, los ricos, los bellos, los jóvenes, los dotados de un equipo completo de supervivencia? Nada, por más que releo el Sermón de la Montaña, no me imagino a Dios en su gloria complacido por las alabanzas de un coro de mutilados. Cuando me llegue la hora, si también me llega el dinero, voy a pedir que me embalsamen.

 

 

Referencias y contextualización

El jueves 24 iba a terminar el XV Curso de Disección Anatómica de la Universidad de Valladolid. Los antiguos egipcios embalsamaban a sus faraones y otras personalidades debido a su creencia de que el alma volvería al final de los tiempos a recoger el cuerpo y, si lo incontraba incorrupto, el individuo resucitaría de entre los muertos.

 

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