13 agosto 2008 |
Nombres compartidos |
Por muy llamativa que resulte la colección de antropónimos singulares que alberga la localidad burgalesa de Huerta del Rey, lo realmente curioso es que tal característica sea una rareza, un hecho único provocado por aquel secretario de Ayuntamiento que recurrió al santoral para arreglar las confusiones nominales de la endogamia. Mirándolo con distancia, lo insólito es que nos llamemos todos con una serie limitada de apelativos que, inevitablemente, hemos de compartir con otros congéneres. Es una notable paradoja que en Occidente tengamos tan descuidado el capítulo de los nombres. En una sociedad que se autodefine como individualista, la palabra que debería ser nuestro blasón, nuestra seña de identidad intransferible, el significante que hiciera pensar a la gente en el significado que representamos, nos viene otorgada de nacimiento por la elección arbitraria que hacen nuestros padres dentro de una serie limitada, la misma donde rastrean el resto de progenitores para bautizar a sus criaturas. Con las referencias etimológicas neutralizadas por el paso de los siglos, ninguna de las posibilidades tiene nada que ver con nosotros, ni siquiera en sentido convencional o metafórico, y sólo unas pocas aluden a algún pariente o personalidad a modo de tímido homenaje. Pues bien, aunque todos tratamos de distinguirnos de alguna forma (casi siempre de la que, con razón o sin ella, creemos que se nos da mejor), aunque nos gusta crearnos un carácter y un estilo y para ello escogemos la ropa, los zapatos y últimamente hasta el color de los ojos, a nadie se le ocurre mudar de nombre si no es por la fuerza mayor (curiosa excepción) del márketing artístico. La gente permuta sus apellidos o elimina uno en casos extremos de odio o cacofonía, pero, aunque confiese que no le gusta su antropónimo, carga con él sin rechistar como si fuera otro pecado indeleble que heredó de sus antepasados. Los únicos que podrían otorgar tal dignidad casi fatalista a su apelativo serían quienes hubieran recibido uno ciertamente exclusivo, como los vecinos de Huerta del Rey. Los demás, los que a través del antropónimo o del torpe regate del apodo quedamos vinculados de por vida a miles de personas que no conocemos y a algunas a las que incluso detestamos, tenemos que limitarnos a sobreinterpretar la solidaridad de los tocayos; una emoción tristemente desvaída si se piensa en la que debería suscitar el hecho de compartir una cosa tan íntima como el nombre.
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Referencias y contextualización El curioso reportaje sobre los nombres de los vecinos de Huerta del Rey que inspiró este artículo puede encontrarse aquí. |
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