17 septiembre 2003
Río arriba
 

Necesitaba una misión. El calor húmedo se me pegaba a los huesos y por las noches me despertaba creyendo que estaba en la jungla. Quería salir de aquella ciudad, de aquella guerra, pero había vuelto una vez y nada; cuando estaba aquí quería estar en casa, y cuando estaba en casa quería estar aquí. Aunque fuera para emborracharme y darme de hostias con los espejos de mi cuarto. Al fin me encomendaron una misión: cuando volviera de ella, ya no iba a desear otra más.

El barco Leyenda del Pisuerga me recogió en La Flecha para conducirme río arriba. Mi tarea, alto secreto, hallar la pista perdida de la antigua gloria local, el orgullo de las autoridades militares, destinado por su porte y su nombre aristocráticos a enfundarse los máximos galones y a llevar el estandarte de Valladolid en los campos de batalla. Decían que se había desquiciado, hasta encarnar justo lo contrario de lo que un día le encumbró. Pero yo me sentía cada vez más fascinado por su metamorfosis y sus sentencias contra el sistema. Ahora le adoraban los del otro lado, los pobres, los facinerosos, que a menudo se refugiaban en él para escándalo de los bienpensantes. Y yo percibía que, en aquella locura de mundo, era el más cuerdo de todos. Y estaba cerca, muy cerca; casi se cernía sobre mí.

El aire se embriagaba del aroma de la fábrica de levaduras; nada huele como la levadura. Franqueamos el mangle que se retuerce a la altura de la División Azul y el recodo del río en Puente Colgante; una barquichuela en ruinas agonizaba contra un árbol. Poco antes habíamos dejado el Museo de la Ciencia, un escenario improvisado a toda velocidad para que las conejitas Playboy se acerquen a levantar la moral de la tropa. El Vietcong nos bombardeaba desde todos los puentes y los aborígenes nos freían a flechas desde los áticos de Huerta del Rey. De repente, el Leyenda del Pisuerga comenzó a decelerar. Apenas se deslizó por los últimos metros de agua, ante la expectación reverencial de decenas de indios curiosos. Levanté la vista y sentí un escalofrío. Ante mí se alzaba una construcción desmesurada, megalomaníaca, alimentada del pasmo de los ingenuos y las calaveras de los suicidas; para mí se exhibía un sórdido refinamiento con el que disipar de puertas afuera los ecos espectrales de años de vacío interior.

Aquél era, en efecto, el Duque de Lerma. ¡El horror, el horror!

(Para Belén, la walkiria de esta cabalgata).

 

 

Referencias y contextualización

El 15 de septiembre inició sus trayectos el Leyenda del Pisuerga, un barco turístico que recorre varias veces al día el río de la capital vallisoletana desde la playa de Las Moreras hasta el embarcadero de Arroyo-La Flecha y vuelve. Pasa por debajo de todos los puentes que salvan el Pisuerga, dos de los cuáles son el de la División Azul y el Puente Colgante. El Museo de la Ciencia, construido por Ricardo Bofill a la orilla del río, había abierto mucho antes de estar totalmente habilitado: entre su oferta se incluye un planetario y otros expositores de divulgación científica. El barrio de Huerta del Rey está enfrente de la playa de Las Moreras, en la orilla opuesta.

El Duque de Lerma, levantado al final de ese barrio, es el edificio más alto de Valladolid y de Castilla y León. Tiene 24 pisos y 88 metros de altura, y se construyó con toda pompa en 1970 con la intención de convertirlo en hotel de lujo. El Ayuntamiento lo presentó como el edificio de más solera de la ciudad, pero el constructor entró en bancarrota sin haberlo decorado, y durante veinte años quedó allí en pie como un destartalado rascacielos blanco, horrendo, agujereado por los cuadrados que iban a convertirse en ventanas y deshabitado. Sus paredes exteriores fueron utilizadas por colectivos reivindicativos durante los años 80, que pintaron en ellas lemas gigantescos como "OTAN NO". El interior, completamente vacío, fue ocupado a menudo por drogodependientes para pincharse y algunos utilizaron las ventanas de los pisos superiores para suicidarse. El hazmerreír fue aderezado en los años 90, cuando una empresa lo recompró, arregló la fachada y lo convirtió en edificio de viviendas y oficinas.

La película Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1979) adapta la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad a la guerra de Vietnam. Comienza mostrando la neurastenia del capitán Willard (Martin Sheen), que se pudre de inanición en el país asiático aguardando desesperadamente a que le encarguen una misión haciendo y diciendo cosas como las reproducidas en el primer párrafo. Finalmente, una barcaza va a recogerle y le lleva río arriba en busca del general Kurtz (Marlon Brando). Éste era un militar que se había cubierto de gloria y había acaparado todo tipo de condecoraciones y elogios en el Ejército, pero que, en cierto momento, se había desentendido de la guerra y se había refugiado en un recodo inaccesible del río. El alto mando norteamericano sostenía que se había vuelto loco, pero que los indios le adoraban.

Durante la travesía, Willard presencia algunas escenas dantescas de la intrahistoria de la guerra, como el bombardeo por una flota de helicópteros de un poblado vietnamita al son de los compases de la Cabalgata de las walkirias de Richard Wagner (las walkirias eran, en la mitología germánica, las bellísimas mujeres que atendían y procuraban todo tipo de favores a los guerreros caídos en el campo de batalla); las excentricidades del teniente coronel Kilgore (Robert Duvall) quien, entre otras cosas, dice en una ocasión: "¡Me encanta el olor del napalm! ¡Nada huele como el napalm!"; o la actuación de las conejitas de la revista Playboy que ofrecen una actuación para levantar la moral de la tropa. Mientras tanto, a medida que se va documentando sobre el personaje que tiene que encontrar, leyendo sus cartas y la manera en que los informes militares hablan de él, Willard va descubriendo que Kurtz es un hombre muy valioso, capaz de criticar implacablemente las locuras de la guerra y sus superiores, humano y dispuesto a acercarse a los desfavorecidos, y le absorbe el magnetismo que despierta su personalidad.

Al final de la película, el barco entra en una ensenada flanqueado por centenares de indios que le contemplan en silencio. En la playa hay edificios de piedra construidos con aire monumental y ristras de calaveras colgando de cuerdas atadas a las ramas de los árboles. En efecto, allí Willard encuentra a Kurtz, a quien los indios, impresionados, tienen poco menos que como un dios, pero el general dista mucho de ser el gran hombre que sus escritos habían hecho imaginar a su buscador. Junto a evidentes ráfagas de clarividencia y hasta genialidad, Kurtz se muestra como un megalómano sin ilusiones y enloquecido por la guerra, a quien abruma la crueldad que ha visto pero a la vez es partícipe y beneficiario de ella. La compleja personalidad encarnada por Marlon Brando se condensa en sus famosas últimas palabras, mientras agoniza tras ser apuñalado por Willard: "¡El horror, el horror!".

 

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