14 febrero 2001
Sobre el determinismo
 

 

Es, en todo el mundo, la noticia de la semana, y posiblemente lo sea también del año y de la década. La secuenciación del genoma humano abre un campo de estudio imprevisible a disciplinas como la Medicina, la Psicología y la Filosofía. Sin embargo, esa incertidumbre no ha impedido que diversos especialistas se hayan apresurado a celebrar una conclusión perentoria: la especie humana tiene solamente 35.000 genes, luego queda definitivamente desacreditado el determinismo biológico. Qué alegría. A pesar de todo, seguimos siendo libres.

Estoy de acuerdo con lo insuficientemente vinculantes que son nuestros caracteres innatos, pero desde luego no con que de esa premisa se pueda deducir que el hombre es libre. Y no me refiero al constreñimiento del albedrío que ejercen la influencia del entorno, las diversas coyunturas o la vida en sociedad, que más o menos es un lugar común, sino a algo mucho más radical; lo que sostengo es que la interacción de genes, circunstancias y dimensión temporal del ser eliminan por completo cualquier resquicio de libertad en el individuo, cualquier posibilidad de elección siquiera entre dos opciones. La libertad no es más que una ilusión óptica, una falacia metafísica. La constatación del “yo elijo” pasa por alto que yo nunca elijo al yo que elige.

La anécdota de los 35.000 genes es en el fondo una nimiedad. Su número podría haber sido cien veces mayor, y aun así sería una insignificancia en relación con el número de impresiones que recibe y reelabora el cerebro a lo largo de una vida. Es en ellas donde hay que buscar las causas del comportamiento del individuo. Los genes, a lo sumo, sólo contribuirían a orientar en un sentido u otro la codificación de esas percepciones, en función de cualidades innatas como el coeficiente intelectual o la facilidad para desarrollar determinadas actividades. La verdadera esencia de la configuración genética humana es que nos confiere la facultad de aprender.

El “yo” consiste en un cerebro en constante movimiento. Nada más. Sin embargo, un cerebro que no está inflexiblemente diseñado desde el comienzo, sino que va siendo modelado por las impresiones que recibe a lo largo de la vida, no es en absoluto más libre. Sólo que actúa al dictado de las experiencias relevantes que se van sedimentando en la memoria consciente o inconsciente y dan progresivamente forma a nuestros anhelos, nuestros complejos, nuestro gusto estético y nuestros valores morales. El sujeto no inteviene en esa elaboración del yo, y, cuando cree que lo está haciendo, en realidad actúa orientando esa voluntad a partir de un criterio ya existente que tampoco ha podido elaborar él.

En el transcurso del proceso siempre voluble que es la conformación de la personalidad, el cerebro se enfrenta a una infinitud de tesituras en las que tiene que elegir entre las diversas opciones que se le ofrecen. Tales tesituras van desde la reacción instantánea a un estímulo externo hasta la asunción supuestamente reflexiva y voluntaria de una idea como buena o verdadera. En cualquier caso, el cerebro siempre se presenta ante cada una de ellas con un determinado estado mental, una determinada conciencia de las cosas, en la que están incluidos todos los recuerdos que perviven de nuestra experiencia previa, codificados en forma de vagos impulsos o certezas aceptadas. Es lo mismo. Las circunstancias que rodean a la tesitura despiertan las asociaciones de ideas pertinentes, las motivaciones muchas veces contradictorias que entrarán en juego en la decisión final. Finalmente, del estado mental con que llegamos a la elección surge un criterio, que antepone unas fuerzas a otras y nos inclina a adoptar la opción más beneficiosa de acuerdo con ese criterio.

La opción más beneficiosa es un concepto difuso, puesto que puede tratarse de la más placentera a corto plazo, de la más rentable, de la más cómoda o de la más responsable, según cuáles sean la conciencia de las cosas y el criterio vigentes en el instante de la decisión. Pero siempre será la más beneficiosa para ese momento, independientemente de que después se demuestre correcta o equivocada. Y, si se diera la hipótesis imposible de que ese sujeto, con idéntica conciencia de las cosas, se enfrentara de nuevo a una idéntica tesitura, que despertara en él idénticas reminiscencias, se decidiría siempre por la misma opción.

La opción más beneficiosa, que lo es porque lo es, no porque el sujeto libre desee que lo sea. Así, la decisión viene determinada por la gama de opciones que nos ofrece la realidad, que no depende de nosotros, y por la conciencia de las cosas que está vigente en nuestro cerebro en el momento de la tesitura, que tampoco, pues es la consecuencia de un largo aprendizaje y una larga discriminación de recuerdos, de un lento desarrollo de filias y susceptibilidades, el punto presente de una línea que se ha refractado infinitas veces con cada una de las tesituras anteriores, en las que hemos escogido con tan nulo grado de libertad como en la que acabo de describir.

En este sentido, el devenir del tiempo no supone ningún alivio de las cadenas del determinismo, y carece de relevancia el que en 35.000 genes no pueda caber la descripción de una vida. Salvo el primer instante de nuestra existencia, ese abstracto supuesto en el que todavía nuestro cerebro no hubiese sido hollado por experiencia ninguna, el resto es una contínua serie de impresiones, tesituras y opciones más beneficiosas. El cerebro atraviesa sucesiva e incesantemente diferentes conciencias de las cosas, superpuestas dialécticamente una sobre la otra. Cada tesitura y sus consecuencias, el acierto o el error de la decisión, se convierten a su vez en nuevas impresiones que realimentan al cerebro; pueden permanecer en él en forma de recuerdos concisos o traumas nebulosos, y así transforman o matizan suavemente nuestro estado mental, constantemente reelaborado a través de los minutos.

Descartado el concepto de alma, carece de sentido suponer un resquicio metafísico de libertad individual que escape a las leyes mecánicas por las que ha de regirse un órgano material como el que alberga nuestra psique. La materia no es sujeto de nada: es objeto de estímulos, y reacciona mecánicamente a ellos. La variedad de reacciones es inmensa, porque lo son los estímulos, los aprendizajes, los condicionantes y los circuitos cerebrales, pero, una vez seleccionada la opción más beneficiosa, la elección es automática.

Un determinismo dialéctico como el que sostengo, por último, plantea otros interrogantes sobre algunos de los supuestos conceptuales y, en consecuencia, algunas de las pautas de organización de la sociedad que tenemos asumidas por convención. El primero, la responsabilidad: de la negación de la libertad se deriva inmediatamente la de las nociones de mérito y culpa. No existe mérito ni culpa en una acción que es en última instancia consecuencia de un largo proceso de incubamiento que en ningún momento ha estado en disposición de ser controlado por el sujeto.

También el individuo: si la personalidad se reduce a una conciencia de las cosas eternamente cambiante, desde el momento en que es modificada en mayor o menor grado por cada nueva impresión, el concepto de una entidad que unifica los diferentes estados mentales por el mero hecho de que todos ocurren en ella, se convierte en una entelequia. La coherencia de la persona sería una falsa necesidad asumida por el hombre que se acuerda de sus elecciones anteriores debido a la herencia cultural que la ha hecho vigente, un valor materializado por autosugestión, por la obligación que tradicionalmente ha sentido el ser humano de presentarse ante los demás y ante sí mismo como una identidad consecuente.

Finalmente, la verdad, ya cuestionada por algunos de los filósofos más representativos del siglo XX desde otras perspectivas lingüísticas o epistemológicas: cualquier idea política o moral con pretensiones de universalidad será siempre vinculable a un estado mental concreto de un individuo único, a un cierto punto de una linea dialéctica de sucesivas conciencias de las cosas que no sería aplicable, más que por difusión y aprendizaje, al resto de evoluciones mentales de los individuos del mundo. El deseo de todas las personas de vivir y ser felices se convierte, a falta de verdades que justifiquen su subordinación, en el único valor absoluto y en la única exigencia que debería orientar cualquier política.

 

 

 

Referencias y contextualización

Este artículo es una ampliación redactada al día siguiente de la publicación de la versión abreviada en El Mundo de Castilla y León.

La noticia de que la especie humana sólo tiene 35.000 genes suscitó una serie de comentarios que la interpretaron como la confirmación de que el hombre es libre y no está determinado por una herencia biológica cuantitativamente tan sucinta.

 

 

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