11 octubre 2000
Un fin en sí mismo
 

Hoy voy a trascender los límites geográficos que se le suponen a un Diario de Valladolid, pero hay temas que le sublevan a uno de tal manera que tiene la sensación de que no puede dejarlos pasar. En todo caso, hasta los castellanos, centinelas espirituales de Occidente, tendremos que enfrentarnos más pronto que tarde al desafío histórico que la ciencia nos plantea.

La reacción general de los eclesiásticos al nacimiento de Adam Nash, previa elección del embrión adecuado para salvar la vida de su hermana Molly, ha sido que el ser humano no puede ser considerado un medio para ningún fin aunque sea bueno, ya que es “un fin en sí mismo”. Bien. Lo cierto es que, aparte de que Adam va a vivir su vida sin menoscabo ninguno, es evidente que la Iglesia no considera que el hombre sea un fin en sí mismo.

Molly también es un ser humano, y su supervivencia un fin que justificaría la selección de los embriones. Como Jodie, la única de las dos siamesas inglesas que tenía posibilidades de desarrollarse, y a quien sin embargo se pensaba dejar morir. Como las mujeres fecundadas in vitro, método también prohibido por la Iglesia. Como los homosexuales, como las parejas que desean disfutar del sexo sin consecuencias, como los padres que quieren una niña, como las personas que pretenden morir.

La Iglesia considera a los seres humanos meras piezas de ajedrez de un arbitrio divino que da por bueno. Su objetivo último no es la felicidad de la Humanidad, sino la conformidad con ese plan, aunque lleve al dolor y al sacrificio. Por eso rechaza la manipulación genética, como rechaza en el fondo toda intervención del hombre en su propia existencia, y apela a la dignidad de la persona, como si ésta fuera mayor porque nuestro código biológico quedara a expensas del azar.

Lo grave no es que una comunidad de personas tenga sus creencias, perfectamente legítimas y casi siempre bienintencionadas, sino que la UE se niegue a financiar investigaciones con embriones, cuya identificación humana sólo tiene sentido con la noción de un alma más allá del cerebro, por “razones éticas”, cuando nuestros valores morales son sólo consecuencia de una herencia cultural influenciada decisivamente por el cristianismo. Es una salvajada que legisle en función de una fe concreta que a lo mejor se equivoca, y se oponga a la única filosofía que busca el bienestar del hombre en tanto que fin en sí mismo.

 

 

Referencias y contextualización

Los padres de Molly Nash, una niña que padecía una enfermedad incurable, concibieron varios embriones hasta que uno de ellos tuvo el genotipo que permitía , previa manipulación en laboratorio, un trasplante a su hermana. Los padres seleccionaron este embrión, que se desarrolló hasta convertirse en su segundo hijo, Adam, y destruyeron los demás. La Iglesia Católica se opuso a la peripecia porque el ser humano es siempre "un fin en sí mismo".

Jodie nació unida a su hermana. Cuando los médicos diagnosticaron que la supervivencia de las dos siamesas era imposible y la de la otra hermana también, los padres optaron por separarlas, acabando con ésta última y dejando vivir a Jodie. Sectores católicos criticaron la acción de los médicos, alegando razones similares a las del caso de los Nash, aunque también aseguraron que no se había demostrado que la supervivencia de las dos siamesas unidas no hubiera sido posible.

La Unión Europea acababa de negarse a financiar investigaciones sobre las células madre extraídas de embriones, esgrimiendo "razones éticas".

 

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