28 febrero 2007 |
Carlismo del siglo XXI |
No es la primera vez que el CES de Castilla y León insta a nuestros políticos a realizar inversiones allí donde resulten rentables, en lugar de derrocharlas en esos pueblos pequeños cuyo problema consiste no sólo en que no llegan a ser “núcleos aceptables”, sino en que van disminuyendo de tamaño pero no por ello “dejan de existir”. Si mal no recuerdo, a finales del año pasado este mismo organismo premió un trabajo de investigación entre cuyas conclusiones se encontraba la rotunda afirmación de que la supervivencia de estas zonas a medio o largo plazo es sencillamente insostenible. De momento no parece que las advertencias vayan a surtir efecto, dado que PP y PSOE ya tienen diseñados sendos planes multimillonarios de desarrollo rural, pero, cuando menos, de un tiempo a esta parte varios expertos han roto el tabú y se han atrevido a constatar la inexorabilidad del progreso sin sentirse obligados a proponer una táctica numantina con que intentar enmendarle la plana. La gente que cree que mantener las formas de vida tradicionales es un objetivo digno de perseguir suele olvidar que éstas tienen muy poco de primigenio, y que antes de ellas el devenir histórico fagocitó infinidad de usos y costumbres que, o bien eran injustos, precarios o perjudiciales para la salud, o bien no han dejado ni rastro de su existencia y por tanto han perdido toda capacidad de inspirar identificación o nostalgia. ¿Por qué íbamos a tener que conservar las tradiciones rurales, y en cambio no las sangrías, la rueca, el barbecho, la servidumbre o el derecho de pernada? El apego a las primeras es heredero directo del carlismo decimonónico, que, íntimamente ligado al albor de los actuales nacionalismos periféricos, veía la pureza del terruño como último reducto de una mítica edad de oro amenazada por la perversión liberal y modernizante que llegaba del extranjero y era instrumentalizado por el centralismo madrileño. Pero, ahora como entonces, resulta que las nuevas generaciones de los pueblos no son tan bucólicas como sus vates y, por razones económicas, sociales o hedonistas, les deslumbran las luces de la gran ciudad, que, dicho sea de paso, a día de hoy no son menos “nuestras” que los candiles de los lugareños. El campo cuenta con muchos recursos exclusivos, inaccesibles a los núcleos urbanos: últimamente han estado en portada el Parque Valwo y ese vino que la ministra Salgado debía de confundir con el que los jóvenes compran en los chinos para hacer calimocho. Pero es obvio que sobrevivirá sólo en tanto que sepa explotar sus ventajas comparativas y seducir a los consumidores; fuera de ahí, no hay manera de evitar que ciertos modos de vida se extingan. Claro, que podemos consolarnos con que, después de todo, eso da igual.
|
Referencias y contextualización El jueves 22, el presidente del Consejo Económico y Social (CES) de Castilla y León, José Luis Díez Hoces, arremetió duramente contra la normativa de ordenación territorial de la comunidad y las inversiones en los "núcleos pequeños", que no logran convertirse en "núcleos aceptables" y "son cada vez más pequeños", pero no por ello "dejan de existir". En su lugar, propuso "inversiones en sitios donde sean productivas". El PP ya había propuesto un plan de desarrollo rural dotado con 2.500 millones y el PSOE, luego de criticarlo, había sugerido otro alternativo con un montante similar. En estas fechas había sido noticia el Parque Zoológico Valwo, próximo a Mojados (Valladolid) y que había generado muchos ingresos indirectos en la zona, y que después de 25 años de existencia se rumoreaba que iba a cerrar por su escasa rentabilidad. A nivel nacional, el Gobierno, tras la polvareda levantada en el sector y la opinión pública, había paralizado la Ley de Prevención del Alcoholismo entre los jóvenes, abanderada por la ministra Elena Salgado y que pretendía someter al vino, uno de los grandes activos del campo español y castellanoleonés, a las mismas restricciones de publicidad y consumo que pensaba aplicar al resto de bebidas alcohólicas. Las ventajas comparativas son un concepto acuñado en el siglo XIX por el economista británico David Ricardo, que defendía el liberalismo a ultranza argumentando que cada agente económico posee una cierta facilidad para comerciar con unos determinados bienes y servicios, y por tanto el intercambio resultará beneficioso para todos. Semanas más tarde, otra comparación análoga en el artículo "El ecologismo tiene algo de carlista".
|
|