28 diciembre 2005
El año del Quijote
 

En mil y un lugar de España, de todos cuyos nombres no puedo acordarme, no ha mucho tiempo se vivía un festejo de los de pluma en el tintero, regusto antiguo, postín vano y listillo en derredor. Una celebración de algo más pose que cerebro; con eventos día y noche, conferencias los lunes, exlibris los martes, lecturas colectivas en voz alta los miércoles, reediciones, versiones, traducciones, evocaciones, interpretaciones, exposiciones contextuales y algún montaje escénico de añadidura los fines de semana, que consumían las tres cuartas partes de la vida cultural del país. El resto della lo componían conciertos, mercados, belenes, carteles, placas, monumentos, sellos conmemorativos, capítulos monográficos de los Lunnis y homenajes como el de la Partydance de Valladolid.

Desde el presidente del Gobierno, que pasaba de los cuarenta, hasta las niñas pijas que no llegaban a los veinte, las gentes de campo y plaza se sumaban al festín como honraban la bandera. Compartían lealtad todos los habitantes de aquel país que tenía el sobrenombre de España, o Estado español, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba "Confederación catalano-española". Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que los ciudadanos de este sobredicho país, los ratos que estaban sedientos de cultura, que eran los más del año, se daban a elogiar y enorgullecerse de la novela cervantina, con tanta afición y gusto, que olvidaron casi de todo punto el ejercicio de la crítica y aun la existencia de otros libros, y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendieron su patrimonio y dejaron su trabajo para poder hacer íntegramente la Ruta del Quijote, visitar todos los centros de interpretación y asistir a la serie completa de actos que organizaban las autoridades. De las muchas obras maestras de la literatura, sin saber por qué ningunas les parecían tan bien como la que compuso el famoso Miguel de Cervantes.

En resolución, los políticos y los ciudadanos españoles se enfrascaron tanto en su aniversario, que se les pasaban los días rememorando de claro en claro y conmemorando de turbio en turbio; y así, del poco leer y el mucho alabar, se les secó el cerebro de manera que vinieron todos a perder el juicio.

 

 

Referencias y contextualización

2005 fue llamado el "Año del Quijote", por la gran cantidad de eventos que a lo largo y ancho de España organizaron las Administraciones en conmemoración del cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la novela de Cervantes. Incluso, la popular serie infantil de muñecos Los Lunnis dedicó varios episodios al personaje de Don Quijote y el desfile musical de carrozas con bailarines en actitud abiertamente erótica conocida como Partydance, que se celebraba anualmente en las fiestas patronales de Valladolid, hizo en la edición de este año un supuesto homenaje al clálsico cervantino. Un artículo irónico sobre la Partydance de 2001 (entonces llamada Paradance) se puede encontrar en "¿Paraqué...?"

En este momento se discutía entre los partidos políticos la reforma del Estatuto de Cataluña, uno de cuyos puntos más polémicos era la pretensión de bilateralidad con que la Generalitat aspiraba a relacionarse con el Estado; de ahí la broma acerca de la Confederación catalano-española, después de que la historiografía catalana decidiera llamar Confederación catalano-aragonesa a lo que los historiadores madrileños y castellanos siempre habían considerado la "Corona de Aragón".

El comienzo de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, que se parafrasea en esta columna, dice así (versión según la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes):

" En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza».

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra, o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera, que vino a perder el juicio (...)".

 

 

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