21 abril 2010 |
El genoma y las ciencias sociales |
Aun a riesgo de que monseñor Blázquez me acuse de desatender al tal Dios, le pido formalmente el nihil obstat para declinar como perchas las ofertas de la semana fantástica del Padre Hoyos. En su lugar, me decanto por apuntar una breve reflexión al hilo de los estudios mundiales sobre el genoma humano, en los que participa la Universidad de Salamanca. Prometo al nuevo arzobispo que no es indiferencia hacia la vida, sino otra búsqueda afanosa de su verdad última, sólo que consciente de la densa nube de ceniza negra que separa el cielo de la tierra. Más allá de sus potenciales efectos saludables contra el cáncer, tengo la sensación de que el análisis del genoma está destinado a medio plazo a transformar decisivamente las cogitaciones que ensayamos a este lado de la nube. Cuando, medio siglo después de la muerte del Padre Hoyos, Kant zanjó las elucubraciones sobre el lado de más allá, abrió a la vez una brecha insalvable y aún no restañada entre sujeto y objeto, uno de cuyos efectos colaterales fue la división del saber. Desde entonces, las ciencias físicas sacan provecho a las posibilidades de la verificación y la computación y alcanzan conclusiones objetivas, universales y útiles para la Humanidad, mientras que las segundas se recluyen en la narración sesgada o imitan torpemente a su hermana lista con pseudoleyes historicistas sobre entes colectivos abstractos y relaciones causales establecidas por tanteo. Sin embargo, el día en que se desentrañe hasta el último rincón del genoma, y en particular se comprenda a qué tipo de desarrollo cerebral da lugar, la personalidad se concebirá como un mero programa informático, con sus bucles listados uno tras otro como en un libro abierto, y los laboratorios acogerán experimentos con neuronas y cadenas de ADN que replicarán y elucidarán las mutaciones y reacciones cerebrales que pudieron llevar a Hitler a detestar a los judíos. El sujeto se convertirá por fin en objeto, susceptible de estudiar y entender por medio de los métodos positivistas que emplean las ciencias físicas. Es, como ya avanzaron Horkheimer y Adorno, el sino intrínseco del pensamiento ilustrado desde sus orígenes. Pero, ahora que queda lejos el Holocausto, la deshumanización y la falta de sentido que ellos temían no se verán como un dilema ético, sino como la realidad material que hay que aceptar como ineludible punto de partida para cualquier búsqueda de un mundo mejor.
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Referencias y contextualización Ricardo Blázquez tomó posesión el 17 de abril como nuevo arzobispo de Valladolid, después de haber sido obispo de Bilbao. Allí, se hizo célebre el desdén con que le recibió el ex presidente del PNV Xabier Arzalluz, quien se refirió a él como "el tal Blázquez". El primer gran acontecimiento que presidió Blázquez en Valladolid fue la beatificación, el domingo 19, del Padre Bernardo Francisco de Hoyos, fallecido en 1735 a los 24 años. En su intervención en el acto, el nuevo arzobispo acusó a la sociedad moderna de desatender a Dios y de exhibir indiferencia hacia la vida. Esa misma semana, El Mundo de Castilla y León publicó un reportaje sobre la participación de la Universidad de Salamanca en el mayor programa mundial de estudio del genoma humano, destinado en concreto a la investigación contra el cáncer. A su vez, la actualidad europea estaba centrada en las consecuencias de la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull, que había generado una inmensa nube de ceniza que durante unos días obligó a suspender el tráfico aéreo en todo el norte de Europa. El 20 de abril se cumplieron 121 años del nacimiento de Adolf Hitler. El célebre libro en el que Max Horkheimer y Theodor Adorno constataron (en 1944, fuertemente impactados por la planificación racional del Holocausto) que la objetivación y destrucción del sujeto, el triunfo de la razón instrumental y la ausencia de sentido estaban en la raíz del pensamiento racionalista es Dialéctica de la Ilustración.
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