23 septiembre 2012
La cofradía del perdón
 

 

Con demasiada frecuencia tengo la impresión de que las cosas de la política a las que más importancia dan la gente y los medios de comunicación son las que menos relevantes me parecen a mí. Que si los diputados ganan mucho, que si leen sus discursos, que si se ausentan del hemiciclo; que si Rajoy no comparece personalmente para explicar sus medidas más impopulares y delega en Soraya, que lo hace mucho mejor...

Últimamente lo que se ha puesto de moda y se aprecia a precio de oro es que los políticos pidan perdón por las promesas electorales incumplidas. Sea cual fuere su pasado, un último acto de contrición les catapulta automáticamente al paraíso. Es lo que les ha ocurrido a Juan Vicente Herrera y a Nick Clegg. Cuando expulsaron al diablo de la soberbia y se decidieron a purgarse por medio de la católica redención, los dos saltaron de inmediato a los informativos como un modelo de humildad y honestidad que debería imitar cuanto antes el presidente del Gobierno.

No dudo de que a quien gobierna en Valladolid y a quien veranea en Olmedo les adornen tales virtudes y otras muchas, pero el arrepentimiento no debería ser una condición necesaria ni suficiente para que a nadie se le perdonen los pecados. Cualquiera que siga y piense un poco la actualidad económica puede comprender que el PP haya incumplido sus promesas; lo punible es que las hiciera cuando nada hacía pensar que podrían cumplirse. O que, tras demostrar que ellos tampoco son capaces de recuperar la economía, pretendan culpar de su fracaso a la deuda heredada, cuando la buena gestión que prometían en campaña descartaba doctrinalmente el estímulo con dinero público. Si iban a reactivar las cosas sólo dejando hacer a la iniciativa privada, ¿qué más da que el erario tenga déficit o superávit?

Pero a la peña lo que le pone es que le pidan perdón. Que los políticos vayan desfilando uno tras otro, agachen la cerviz y se prosternen humildemente ante el votante soberano, que siempre tiene razón. Yo, la verdad, me fío poco de los políticos, pero menos aún me fío de los ciudadanos. Las masas que no buscan explicaciones racionales pero empatizan emocionalmente con la contrición son las mismas que creen que para ser una nación no hay que demostrarlo sino que basta con sentírselo.

La gran idolatría de la democracia española es que se piensa que muchas opiniones valen más que una verdad. Que las manifestaciones se miden por el número de asistentes y no por el peso de sus razones. Que a los ciudadanos no haya que convencerlos, sino dorarles la píldora. Unos lo hacen invistiéndoles solemnemente como la voz del volksgeist que han de escuchar hasta sus gobernantes. Otros, más católicos que románticos, lo hacen pidiéndoles perdón.

 

 

 

Referencias y contextualización

 

 

 

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