4 noviembre 2012 |
Matrimonio con una bandera |
Hasta ahora uno tenía asumido que se casaba con el cónyuge y con toda la familia de éste. Pero, por lo visto, ya tenemos que ir pensando en añadir otro ajuar a la dote: el nacionalismo de sus colegas. Los portales de solteros harían bien en incluir dicha casilla en el formulario que hay que rellenar para buscar parejas afines, con el objeto de cortar de raíz estas relaciones contra natura. Porque luego llega la boda, y claro: empiezas bailando un aurresku con estos tíos tan majetes de la txapela, pero cuando la bebida te lleva a la fase de exaltación de la enemistad acabas sacudiéndote al ritmo del rap del daño que hacen las banderas, que decía Sabina. Menos mal que el pintxa sólo pinchó una elegía blandengue de Benito Lertxundi. Si se le hubiera ocurrido poner a Soziedad Alkohólika los invitados habrían tenido banquete de boda y masacre de Halloween en oferta dos por uno. Creemos que nos debemos a la patria y siempre estamos dispuestos a ofendernos en su nombre, como si a ella le doliera o le molestara algo. Nos la imponen de pequeños como un matrimonio concertado, pero, en vez de rebelarnos o detestarla en silencio, le juramos amor en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe o incluso la busquemos como sacrificio supremo. El caso es que apenas conocemos a una ínfima parte de nuestros compatriotas, que con muchos de ellos nos aburriríamos a las dos frases que intercambiáramos, y sin embargo nos imaginamos como un todo comunitario que comparte una cultura. Aunque no hagamos, pensemos ni sintamos nada en tanto que españoles, catalanes o vascos; aunque a unos de otros sólo nos separe que somos individuos distintos con vidas y circunstancias diversas, y sólo nos una en nuestra mentalidad y nuestros comportamientos cotidianos la cultura occidental a la que nadie rinde homenaje. Aunque, en el fondo, ser español, catalán o vasco no consista en nada. Mientras sintamos el gentilicio como un sustantivo y no como un adjetivo, como una parte esencial de nosotros que nos define y configura y no como un simple dato administrativo; mientras no pronunciemos “soy español”, “soy catalán” o “soy vasco” con el mismo desapego con el que decimos “soy capricornio” o “tengo 35 años”, me temo que seguiremos siendo enemigos antes de conocernos, arruinando bodas y vidas en honor de una pertenencia que es mentira
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Referencias y contextualización
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