21 marzo 2005
Reflujo mar adentro
 

En el último número de Solidaridad Latinoamericana apareció una interesante tribuna de Lenín Molina Peñaloza, presidente de RIADIS (Red Iberoamericana de Organizaciones No Gubernamentales de Personas con Discapacidad y sus Familias), que pasa a engrosar el caudal de opiniones que últimamente están tratando de contrarrestar desde una perspectiva social y racional el testimonio de Ramón Sampedro, convertido en pensamiento dominante gracias a la marea adentro que ha generado el Oscar de Alejandro Amenábar. Entre dichas opiniones contrarias, cabe destacar muy especialmente el brillantísimo artículo Los errores sutiles del caso Ramón Sampedro, firmado por Javier Romañach, presidente del Foro de Vida Independiente, publicado en el número 135 de la revista Cuenta y razón.

Aunque en lo que sigue voy a tratar de discutir algunas de las tesis de ambos textos y por tanto a reincidir en el apoyo mayoritario que existe en la sociedad a la posición de Sampedro y la notable película de Amenábar, quiero anteponer que las ideas y argumentos de Molina y Romañach me merecen una consideración y un estímulo intelectual incomparablemente mayores que esos otros que, desde unas premisas metafísicas nunca demostradas, sostienen que los hombres han de seguir adelante a toda costa por respeto a “la vida”, como si ésta fuera una madre bondadosa a la que en justa correspondencia debemos mantenernos fieles y agradecidos para no hacerla sufrir. Los que se autocalifican como colectivos pro-vida(y paralelamente manifiestan una sospechosa actitud antivitalista cuando reprochan a los jóvenes que se dediquen a las relaciones sexuales como fin en sí mismo, sin el objetivo de la reproducción, y luego no apechuguen con las consecuencias de su irresponsabilidad) ignoran que la vida, como tal, no existe. Sólo existen seres concretos e individuales que viven, aunque a ellos no les importen demasiado. Lo otro no es sino la entelequia en la que envuelven su fantasía de un regalo y un proyecto divinos en los que no se puede interferir.

El artículo de Lenín Molina y el de Romañach coinciden en dos de los flancos por los que atacan a Sampedro. Por un lado, su carácter personal, que tachan de egoísta, cruel, insensible, pesimista, indispuesto a rehabilitarse, obsesionado con la muerte o incluso abiertamente nazi. Y, por otro, su supuesta pretensión de extrapolar su actitud personal a todo el colectivo de tetrapléjicos, perjudicando la imagen que la sociedad tiene del mismo, fomentando que se perpetúe la discriminación y hasta dando a entender que todos los que se encuentren en una situación parecida deberían optar por la misma salida suicida.

Con toda la razón del mundo, Molina rechaza que el que Ramón Sampedro ya esté muerto deslegitime la posibilidad de criticarle, y Javier Romañach el que su situación le otorgue patente de corso para decir cosas que no se le consentirían a otro. En el debate ideológico se discuten son los razonamientos y no las condiciones personales de los ponentes. Pero, por la misma razón, yo tampoco concederé ninguna autoridad a la alegación que hacen ambos de que su lesión está una vértebra o dos por encima de la de Sampedro y por tanto éste habría tenido más motivo que ellos para salir adelante. Ni aspiro a avalar mi posición por mi propio traumatismo, que en cualquier caso se localiza en la parte baja de la región dorsal y admito que no quizá no sea comparable..

En lo que respecta a la impresión de que Ramón Sampedro pretendiera hablar en nombre de todos los tetrapléjicos y los considerara esclavizados, humillados o “cabezas vivas en cuerpos muertos”, no me es posible rebatirla, porque se trata de eso, unaimpresión, y para contestarla sólo puedo objetar que la mía es la contraria. En Mar adentro, el personaje de Sampedro lo dice en dos ocasiones: una nada más comenzar la película y otra de una forma tan explícita como “¿Quién está hablando de los tetrapléjicos? Yo hablo de mí, de Ramón Sampedro”. Y las citas textuales a las que alude Javier Romañach en su artículo me parecen absolutamente subjetivas aunque se refieran a la tetraplejia en general. La conmiseración de uno mismo y la autodestrucción son siempre centrípetas e implosivas, aunque para hacerlas más poderosas uno utilice enunciados más rotundamente universales. No hay ninguna razón para temer que Sampedro degrade la imagen de todo el colectivo o le sirva de modelo, de la misma forma que las mujeres que han triunfado en su vida profesional no se ven afectadas por aquéllas que viven subordinadas al marido o encasilladas en su rol maternal. Desde luego, si mis dos interlocutores piensan que el ejemplo de Sampedro va a perjudicar la concepción que sus conciudadanos van a tener de ellos, en su mano está seguir desengañándoles.

En cuanto a la personalidad de Ramón Sampedro, pues sí, a lo mejor era un egoísta por no ahorrar a sus allegados el dolor de su pérdida, pero, sin entrar en comparaciones sobre si es mayor el sufrimiento que causa la muerte de un hermano o el que provoca una vida insatisfactoria, no creo que corresponda a la sociedad y mucho menos al legislador conculcar un derecho por que lo considere egoísta. Y quizás también fuera un déspota ocasional que compensaba su déficit vital agrediendo a las personas que más le querían (como sugieren en la película frases tan sublimes como el “Yo también podría decir que eres una mujer frustrada que se ha levantado esta mañana satisfecha de haber encontrado un sentido a su vida” con el que despacha la primera visita de Rosa-Ramona, o el “Ya, y ahora vas a hacerme una demostración” que le dedica a su abogada Julia cuando ésta le intenta convencer de que el amor también es posible en su estado y le pregunta si en los últimos 28 años nunca le ha besado una mujer), pero aun en ese cao se trataría de una reacción perfectamente humana en la que todos, lesionados medulares o no, hemos incurrido alguna vez. Lo único que demuestra eso es que en la vida es mucho más fácil ayudar que ser ayudado, que las palmaditas en la espalda resultan inanes y ridículas para el depresivo por bienintencionadas que sean y, en definitiva, que el papel de mesías hace que quien lo ejerce se ponga muy eufórico pero el consuelo de los otros no reconforta jamás a quien no se siente fuerte para dejar su nombre escrito en el aire. Ésa es la psicología de la desesperación. ¿Qué le vamos a hacer?

Por lo demás, suscribo plenamente que a Sampedro le habría resultado más beneficioso saber apreciar las posibilidades de amar que se le presentaron y tener la creatividad necesaria para disfrutar de esa “vida sexual rica y gratificante” que menciona Lenín Molina. O rezumar la suficiente personalidad y falta de prejuicios como para abstraerse del valor social que mitifica la perfección física y de la imagen tradicional despersonalizadora de la discapacidad a la que alude Javier Romañach. O disponer de los suficientes arrestos para no entender la silla de ruedas como un falso consuelo, y someterse desde el principio a unos ejercicios de rehabilitación que le hubieran permitido mejorar su calidad de vida o, en su caso, terminar suicidándose él solito sin comprometer moralmente a nadie, como le reprocha también Romañach. Cualquiera de las opciones habría sido más productiva para Ramón Sampedro que encauzar su resentimiento contra la vida a través de la muerte, que llegar a identificarse tanto con su propia cruzada como para volverse insensible hacia cualquier guiño o estímulo que le pudiera separar de su camino. Desgraciadamente, no fue capaz de tomar ninguna de ellas. Pero, ¿el que Ramón Sampedro echara de menos la vida le incapacita para elegir la muerte a falta de otra cosa? ¿El que no acertase a identificar el camino que le habría podido (o no) proporcionar algún tipo de satisfacción le impide escoger la única salida que, por la razón que sea, le mereció la pena? ¿El que al principio se negara por despecho a una recuperación parcial de los brazos que le habría permitido suicidarse él solo le quita toda legitimidad para pedir ayuda a otra persona, cuya tribulación, por cierto, no era la incertidumbre moral sino la coerción jurídica?

Porque, cuidado. Cualquier otra opción habría sido más beneficiosa para él. Pero no más digna, más valiente, más legítima ni más correcta. El más pequeño grado de felicidad es objetivamente preferible a la nada absoluta de la muerte, pero a su vez ésta es objetivamente mejor que un coeficiente negativo de felicidad, que es lo que tiene cualquier persona que sienta que sus alicientes vitales no compensan sus incomodidades, su envidia de los demás y su dolorosa nostalgia de lo que pudo haber sido y un fatídico día dejó de ser. Y, en esta última tesitura, no hay ninguna obligación de elegir la vida.

El único criterio que se puede aplicar en esta polémica es el de felicidad, valorada para sí mismo por cada sujeto individual. No esas categorías metafísicas ysospechosamente infectadas de moralina que son la dignidad y la valentía. Lenín Molina afirma que la obsesión suicida no tiene nada que ver con la dignidad humana a la que apelaba Sampedro para reclamar la eutanasia, y propone como alternativa: “Dignidad es sobreponerse a la adversidad y blandir una bandera, destacar las cualidades positivas de quienes son parte de una familia (...)”. No veo por qué. Siendo rigurosos, la verdad es que detrás de esa palabra tan manida no hay ningún contenido real, ni en el sentido de vida digna, ni en el de muerte digna, ni en el de dignidad humana. Ni de acuerdo con los cánones ortodoxos ni con los heterodoxos. ¿Puede alguien definir qué es ser digno? ¿Digno de qué? ¿De lo que merece el hombre? ¿Y qué es lo que merece el hombre?

La valentía sí que alude a un valor, aunque sea abstracto. Pero desconozco si la encarna quien rompe con todo o quien aguanta a pesar de los pesares; seguramente para seguir adelante haga falta un tipo de valentía y para enfrentarse a la inercia otro distinto, y nosotros tendamos a confundirlas porque sólo tenemos una palabra para las dos. Pero, desde luego, si la dignidad o la valentía, tan frecuentemente entremezcladas, consisten en “sobreponerse a la adversidad y blandir una bandera”, como sugiere Molina Peñaloza, Ramón Sampedro hizo ambas cosas. Se sobrepuso a la adversidad de los prejuicios tradicionales que consideran la vida poco menos que como un tabú intocable y blandió la bandera de que cada ser humano es el único propietario de su destino.

Hay vidas que salen bien y vidas que salen mal. Y la gran aportación de Ramón Sampedro es introducir socialmente el suicidio como una opción perfectamente disponible para escapar de las segundas. Una opción que se pueda tomar sin dramatismos, con transparencia y serenidad, como quien devuelve un billete de tren equivocado o descambia unos zapatos que han resultado quedarle pequeños. Y aclaro que a mí me parece que, en la mayoría de los casos, el suicidio es un error, porque la vida da muchas vueltas y ofrece un gran número de alicientes parciales a los que, con la poderosa ayuda de la autosugestión, uno puede irse agarrando mientras espera. Pero no creo que nadie decida suicidarse con un espíritu frívolo ni con una angustia pasajera, como si no supiese de sobra que es un acto irreparable. Y desde luego no seré yo quien se atreva a decirle a un suicida, sea Sampedro o cualquier otro, que él no tiene motivos suficientes para suicidarse.

Para terminar, comparto la idea de Javier Romañach de que el debate debería ser en torno al suicidio y no sobre la eutanasia. Pero no por los criterios jurídicos y semánticos que arguye él. No tiene sentido fundamentar un criterio de verdad en meras convenciones como el Código Penal o el Diccionario de la Real Academia. A los efectos, es irrelevante que el sujeto que se someta a la eutanasia sea propiamente un enfermo o una víctima de un suceso traumático. Sin embargo, el objeto de la discordia es el suicidio y no la eutanasia porque, si conviniéramos en que cualquier persona tiene derecho a suicidarse, sería consecuente que el Estado procurara los medios necesarios a todo aquél que no tenga posibilidad de ejercerlo por sí mismo. Igual que hace con los ciudadanos que no pueden pagarse su derecho a la educación, la sanidad o la asistencia judicial.

Entonces, ¿el suicidio es un delito, un derecho o ni una cosa ni otra? Respecto a lo primero, la gran paradoja la señala el abogado de Sampedro en la parte final de Mar adentro: a los suicidas que han sobrevivido no se les imputa penalmente por haberlo intentado, pero sí se procesa a quien ayuda desinteresadamente (pues no gana nada con la muerte del suicida, aunque pueda percibir alguna gratificación a cambio de la ayuda) a que otro pueda hacerlo. Y para justificar que el hombre no tiene derecho a disponer de su propia vida sólo se pueden esgrimir argumentos religiosos (infundados, en el sentido etimológico del término) como que Dios concede la existencia en régimen de arrendamiento o que no se puede interferir en el curso natural de los acontecimientos porque es el reflejo de la voluntad divina. La vía intermedia es la que sugiere Javier Romañach cuando afirma que el derecho a morir dignamente, que reconoce, no sería prioritario, o lo sería menos que la lucha por construir un mundo que dignificara la vida de todas las personas, incluidos los tetrapléjicos.

Personalmente, no veo que sean dos opciones que se excluyan mutuamente ni que se puedan jerarquizar. Quizás los valores culturales (y por tanto susceptibles de transformarse) de esta sociedad sean los únicos culpables de que Ramón Sampedro no considerara su vida tan digna como cualquier otra. Pero también es la mentalidad heredada por nuestra civilización (es decir, totalmente relativa) la única razón de que Javier Romañach opine que la vida es prioritaria a la muerte. Y, desde luego, ni en nuestro mundo ni en ese otro hipotético que lograra despojarse de todas las convenciones existiría ningún motivo real para que una persona no tenga el derecho a decidir sin cortapisas lo que quiere hacer con su vida y con su muerte.

 

 

Referencias y contextualización

Este artículo se publicó en la revista digital Solidaridad Latinoamérica, del grupo Servimedia, como respuesta a los citados artículos de Javier Romañach ("Los errores sutiles del caso Ramón Sampedro") y Lenín Molina ("Mar adentro") ,críticos con el ejemplo del tetrapléjico Ramón Sampedro, paladín de la eutanasia activa cuya vida llevó a la gran pantalla el director Alejandro Amenábar en la película Mar adentro.

En septiembre de 2004, Kiko Rosique ya había publicado en la edición nacional del periódico El Mundo un artículo titulado "A despecho del señor feudal" sobre la polémica desatada por Ramón Sampedro y reeditada por el estreno de la película de Amenábar. Este artículo está más centrado en combatir los argumentos del cristianismo contra la eutanasia

 

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