10 noviembre 2010 |
Selección patronímica |
Todos los varones que no estamos enteramente satisfechos con lo (poco) que ligamos en nuestra juventud solemos lamentar medio en broma medio en serio la desgracia de que no se nos permita volver a esa edad, llevándonos con nosotros lo (mucho) que aprendimos a fuerza de aplicar repetidamente el método de ensayo-y-error que tanto hace progresar a los chimpancés. Como, por supuesto, nuestra fantasía rehúsa dotar de la misma experiencia a nuestras potenciales conquistas, nos complacemos en imaginar la pléyade de ninfas que, esta vez sí, nos brindarían cándidamente sus senos en lugar de haberse salido por la tangente. Pues bien, esta nostálgica fabulación me arrecia por momentos desde que el Gobierno anunció que estudia someter al alfabeto la ordenación de los apellidos de los niños que nazcan de aquí en adelante; una medida que, como se ha comentado, sólo dejaría sobrevivir a unos pocos, a modo de cruel e implacable selección patronímica. Pero mi angustia no se debe tanto a que el mío esté condenado a la extinción, mucho más después de cruzarme con una Arribas, sino a una singular ventaja adaptativa que me he perdido y de la que sus beneficiarios no parecen haberse percatado todavía. Es que, si ahora tuviera 15 años menos, esa R me convertiría en un macho estupendamente equipado para el apareamiento constante. Me explico. Imaginemos a una chica ante el secular trance de contar en casa que tiene novio. Subrayará que es bueno y cariñoso, que tiene tres carreras, habla cuatro idiomas y es el rico heredero de una familia decente de las que le gustan al Papa. Da igual. Tarde o temprano llegará la pregunta crítica: “Ya, hija, ¿pero cómo se apellida?”. La joven musitará con un hilo de voz: “Acebes”. Y el padre (la próxima generación podrá ser también la madre), que hasta hace una semana estaba resignado a perder su blasón y seleccionaba en función de otros criterios, dictará con voz tronante su sentencia inapelable: “Ni hablar”. Por el contrario, uno podrá ser un zoquete, un zopenco o un zarrapastroso, que, siempre que el diccionario no aleje mucho tales cualidades de su patrónimo, podrá trajinarse a una muchacha tras otra con el beneplácito entusiasta de los sucesivos suegros, que pondrán un picadero a disposición de la gozosa pareja y se desharán en cortesías y sobornos en su desesperado intento de retener a ese yerno perfecto de apellido recesivo. Una nueva ley biológica formulará la insólita paradoja: "La posibilidad de que un hombre perpetúe su apellido es inversamente proporcional a la de que perpetúe sus genes". Desgraciadamente, para los eslabones que perdimos el nuestro sin recibir ninguna contraprestación a cambio, la promesa salvífica de que los últimos serán los primeros llegará, como suele ocurrir, demasiado tarde. |
Referencias y contextualización El jueves 4, se conoció que la reforma de la ley del Código Civil que el Gobierno iba a remitir a las Cortes incluía el fin de la preponderancia del apellido del padre sobre el de la madre en la ordenación de los de los hijos. Los progenitores podrían elegir el orden, pero, si no llegaran a un acuerdo, la opción por defecto sería el orden alfabético. En seguida empezó a comentarse que eso reduciría en pocas generaciones la diversidad de patrónimos a los primeros del abecedario. "Recesivo" es el gen que, al cruzarse con otro con mayor tendencia a prevalecer (el "dominante") aportado por el otro progenitor, no pasa al fenotipo (el genotipo visible) del hijo. Por ejemplo, los ojos azules son recesivos frente a los ojos oscuros, que son dominantes.
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