Es muy probable que ella no lo sepa, pero Nieves M. V., la propietaria del comercio de Tordesillas que se ha metido en un lío judicial por alquilar películas destinadas a la venta, está casi mimetizando la vida de George Arkinson, el tendero de Los Ángeles que en 1977 inventó el mecanismo del videoclub.

Entonces como ahora, una de las principales productoras de EEUU, la 20th Century Fox (esta vez, acompañada de la Warner, la Universal y la Columbia para mayor gloria de nuestra paisana) puso a la venta una colección de películas de su división cinematográfica, en Beta y VHS. En aquel tiempo, el vídeo era una joya que costaba mil euros y cada una de las cintas de la serie otro objeto de lujo que se vendía a 50, pero la opulenta major de Hollywood supuso que los norteamericanos, embebidos en el star system, las comprarían como ya hacían con los discos, para conservar a sus ídolos en casa durante toda la vida.

Atkinson le fastidió el invento, adquiriendo todas las entregas y ofreciéndolas en alquiler: por el precio que valía comprar una película, el cliente podía sacar todas las que quisiera en el plazo de un año. La idea tuvo un éxito descomunal, Atkinson se hizo multimillonario, propició de rebote la popularización del vídeo y, cuando llegaron las demandas judiciales, se amparó en una ley federal que establece que los derechos de un vendedor sobre el producto acaban en el momento de la venta. A posteriori, explicaría jocosamente su intuición empresarial advirtiendo que “uno escucha continuamente a Beethoven o a los Beatles, pero no le apetece ver a Burt Reynolds una y otra vez”.

En todos estos casos de vulneración de los derechos de propiedad, que hoy tienen su ejemplo más notorio y revolucionario en la piratería (en EEUU, los videoclubes se unen a las distribuidoras en su intento de derogar la Ley de la Primera Venta, que, lógicamente, tampoco prohibe que los clientes que han comprado una película tengan pleno derecho a hacer copias para los amigos), uno no puede menos que recordar que, tan sacrosanto como es actualmente ese derecho, lo era la exclusividad de la producción gremial en los albores de la revolución industrial, y que las corporaciones también denunciaron a los primeros capitalistas. Ahora, cuatro gigantes que no tienen nada de molinos pero llevan años amasando una fortuna a base de plusvalías demandan por lo penal a una humilde empresaria de Tordesillas. Pues nada. Podemos suponer a quién le va a dar la razón el Derecho, pero ya veremos a quién termina indultando la Historia.

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