10 junio 2012 |
Cuarteles de invierno eterno |
El Rey tuvo suerte de que el regreso a la calle procedente de la selva le tocara precisamente en Valladolid. Aquí jugaba en casa, y podía contar con que la hinchada idólatra le perdonaría todo a Su Católica Majestad a cambio de la heroicidad de mantenerse en pie y sonreír, que, por otra parte, habría pasado desapercibida en un camarero. Es la esencia regional: el dolor, el sacrificio y la abnegación como valores supremos, y la obediencia a la tradición y las instituciones como inoperante modus operandi. El monarca pudo llevarse a los periódicos de toda España una nutrida salva de aplausos vallisoletanos. Buena parte del mérito lo tuvo, sin embargo, una retirada a tiempo que fue, de nuevo, la mejor victoria: la organización de un desfile minimalista, ahora que el único barroquismo pertinente es la calavera recordando la fugacidad de los buenos tiempos. El gasto militar genera suspicacias, y, aunque sorprenda al ministro Morenés, no es una contradicción que el ejército sea la institución más valorada por la gente y a la vez la primera en la que piensa cuando le preguntan de dónde recortaría presupuesto. Nadie puede negar que los militares han asimilado con admirable disciplina el rol subordinado pero mucho más simpático que se les asignó hace 30 años, y yo, personalmente, suscribiría al cien por cien aquello que decía Amedo de que la democracia española se ha edificado sobre su paciencia y contención ante los asesinatos de compañeros a manos de ETA. Pero, en una época donde ya sólo se combate a guerrillas de desharrapados y encima entre muchos países, chirría que ese concepto tan cursi y tan simple de la smart defense (básicamente, repartirse el trabajo para que cada uno haga una cosa) siga siendo tan caro. Y que, como denuncia Joan Tardà, para fabricar un Eurofighter haga falta emplear el dinero con que se levantarían cinco hospitales. La inversión militar suele justificarse apelando a la importancia excepcional que tiene la seguridad común y a los compromisos internacionales que tenemos contraídos, que en temas de cooperación no parecen tan vinculantes. Pero la realidad es que los soldados se pasan la mayoría del tiempo haciendo ejercicios, maniobras, ritos y desfiles propios de boy-scouts, replegados en sus cuarteles de invierno en una guardia eterna, preparándose para la batalla que a muchos no les llega nunca. Sería más verosímil y eficaz contra las críticas de la izquierda justificar el mantenimiento del ejército no invocando una excepcionalidad, sino por la misma rutina mediante la que se explica el pago de su sueldo a los funcionarios. El 75% del presupuesto de Defensa se va en personal, con lo que para ahorrar en serio habría que pegar un tijeretazo brutal al número de efectivos, arruinando el presente o futuro de miles de individuos que se han preparado exclusivamente para eso. Admitamos, pues, que los militares son “gente subvencionada”, como diría el ministro Soria, pero ante todo gente, a quien no se puede obligar a empeñar su vida en el rescate de la patria.
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Referencias y contextualización El 2 de junio, se celebró en Valladolid el Día de las Fuerzas Armadas, presidido por el Rey, en su primer acto público desde su intervención quirúrgica por un accidente en Botswana, donde había ido a cazar elefantes (sobre esta peripecia y la subsiguiente disculpa del monarca, se puede leer "Subject to subjects"). Debido a los recortes presupuestarios, el de esta celebración se redujo un 85% respecto a la edición anterior. Pedro Morenés era en este momento el ministro de Defensa y Joan Tardà el portavoz de Defensa de Esquerra Republicana de Catalunya. El coronel José Amedo fue el primer condenado por organizar los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). La smart defense era el concepto de moda en la OTAN para ahorrar gastos aprovechando las sinergias que permiten las organizaciones de seguridad colectiva. El ministro de Industria, Turismo y Energía, José Manuel Soria, acababa de desdeñar las peticiones del sector de la minería para prorrogar las ayudas al sector diciendo que los mineros eran "gente subvencionada" (sobre este conflicto trata el artículo siguiente, "Asomados a la bocamina") .
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