12 septiembre 2001
El poder y las peñas
 

Serían las nueve y cuarto del pasado viernes. Yo intentaba hincarle el diente a un diálogo sobre el poder entre Gilles Deleuze y Michel Foucault. El “poder que no está tan sólo en las instancias superiores de la censura, sino que penetra de un modo profundo, muy sutilmente, en toda la red de la sociedad”. De repente, un estallido de gritos, cánticos y silbidos prorrumpió en la calle. Qué hora es. Justo. Acababa de terminar el pregón.

No me atrevería a jurar que yo mismo, a favor de la corriente de la inercia, no haya incurrido nunca en similares desatinos. Pero esta vez, absolutamente a contrapelo, carente del más mínimo espíritu ferial y con ganas de dedicarme a otra cosa, no pude evitar percibir lo ridículo que era todo aquello. Hasta 109 peñas diferentes y todas haciendo exactamente lo mismo. Los mismos silbatos, los mismos estribillos, las mismas bebidas. Las acababan de dar la salida de la fiesta, y ellas la habían acatado con el mismo fervor con el que pocos minutos antes habían lapidado a huevos al juez de la bandera a cuadros. Cumplían con la hora que la autoridad había dispuesto para cantarle vivas a una patrona cuya existencia ni siquiera conocían hace un par de años.

A mí el concepto foucaultiano de poder siempre me ha parecido un tanto prosopopéyico, como proclive a otorgar una entidad concreta y cierto atisbo de premeditación a lo que no es más que el resultado aleatorio de una amalgama de fuerzas cruzadas. Pero es evidente que alguien sale ganando en este circo. Alguien gana si dejamos que digan por nosotros que lo que tenemos que hacer es pasarlo bien, si el culto a la horterada feliz sustituye al carácter reivindicativo que promete el Parade de Barcelona del día 15.

La noche de San Juan, mientras los colectivos organizadores hacían el ridículo proclamando su victoria y parodiando llamadas del alcalde que quería saber cuántos éramos, empeñándose en prorrogar la confrontación a título formal de la que parece que viven tantos izquierdistas, unos chicos me pasaron un pasquín que se preguntaba si no sería el momento de tomar nota de la fuerza de la movilización social (muy superior a la de estrellar aviones o poner coches-bomba) para obtener metas más sustanciosas que un fiestuqui en la playa.

El viernes pasado, a las nueve y cuarto, con la juventud de Valladolid tomando las calles, tuve ocasión de acordarme otra vez de ellos.

 

 

Referencias y contextualización

El librito aludido es Los intelectuales y el poder. Una conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze (1972).

El viernes 7 de septiembre comenzaron, con el tradicional pregón desde el balcón del Ayuntamiento, las fiestas patronales de Valladolid, dedicadas por primera vez a la Virgen de San Lorenzo (anteriormente se hacían en honor a San Mateo, pero el Alcalde Javier León de la Riva decidió adelantarlas unos días para prevenir el mal tiempo que con frecuencia las deslucía). El pregón, en los últimos años, se había caracterizado por que los peñistas (en esta edición se habían inscrito 109 peñas en la Coordinadora oficial) acribillaran a huevazos a las autoridades que salían al balcón, en una costumbre muy criticada por todos los partidos y también por la prensa local.

Sobre la Paradance, la novedad estrella de estas fiestas (celebrada el sábado 8), y su diferente planteamiento respecto a desfiles semejantes como la Love Parade de Berlín o la Parade que tendría lugar en Barcelona el día 15, ver el artículo anterior, "¿Paraqué..?"

Sobre los sucesos de la fiesta de San Juan en 2000, ver "Plantificarás las fiestas". Sobre los días previos a la celebración de la edición siguiente, ver "El Día D".

La alusión a lo inútil de reivindicar nada "estrellando aviones" fue un añadido a última hora debido a los acontecimientos del 11-S.

 

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