12 febrero 2012 |
La reforma laboral, o invertir la injusticia |
La batalla se empezó a perder desde el momento en que quien ofrecía su fuerza de trabajo para ayudar a un empresario a ganar dinero tuvo que ponerse a la cola ante una ventanilla que decía "demanda de empleo", mientras que si éste necesitaba más gente para ampliar su negocio no tenía que demandarlo, sino ofrecer graciosamente un empleo. Aquello fue el primer síntoma de la cruda realidad que todos conocemos hoy: un puesto de trabajo es un bien de primera necesidad pero por su escasez parece uno de lujo. En esta carestía, no es de extrañar que el PP se sienta autorizado a alabar a los empresarios como los venerables benefactores que crean empleo, y a cederles el mango de la sartén donde se fríen los contratos, los despidos y, por ende, el presente y el futuro de millones de vidas. Sin embargo, la ortodoxia liberal que hace suya el PP también establece que un empresario, a quien obviamente nadie tiene por qué exigir caridad, sólo contrata a un trabajador cuando el ingreso marginal (adicional) que va a obtener por él es superior al coste que le supone. Y el Gobierno, aunque abordó el problema del crédito con una valentía que ya quisiera su predecesor, sometiendo de una vez el stock de viviendas de los bancos a la ley de la oferta y la demanda, sabe que hoy casi ninguna empresa tiene tales expectativas. Por eso, avisa de antemano que la reforma laboral no se basta por sí sola ni tampoco reducirá el paro a corto plazo. Lo mismo dijo el PSOE cuando hizo la suya, y le duraron meses los reproches y los chascarrillos preguntando que entonces para qué servía. Si la reforma laboral pretende fomentar la contratación, y ésta no va a salir rentable gracias a los ingresos, sólo puede serlo gracias a las bajadas unilaterales de sueldo que por lo visto escondió Soraya (me pregunto qué pensarán los sindicatos que pactaban moderación salarial en los buenos tiempos con el objeto de contener la inflación), y, sobre todo, gracias a los despidos. Es decir, si las empresas se ahorran un coste marginal mayor que el que asumen con el recién contratado. Para eso sí que se basta la reforma: cualquier empresa puede ya despedir a sus empleados antiguos, los más gravosos debido a los derechos adquiridos, sólo con demostrar que no es una privilegiada excepción y en los últimos trimestres ha visto decrecer sus beneficios, por muy cuantiosos que sigan siendo. Siempre los podrá reemplazar, gratificada por ayudas y deducciones, con jóvenes deseosos de aferrarse a cualquier oportunidad, aunque sea de un año y sin indemnización. La reforma laboral no va a solucionar la dramática injusticia de que los trabajadores veteranos de empresas sin pérdidas gozaran sin temor de su contrato indefinido mientras una generación perdida se hacinaba en el paro o los empleos temporales: sólo la va a invertir. Ahora serán los asalariados de entre 45 y 60 años los que se verán de repente en la calle sin opción de reincorporarse a ninguna actividad. Hay quien lo celebra como una mejor asignación de los recursos, y no seré tan naïf como para recordar que esos recursos son personas. Sólo espero que, ya que la política abdica de su deber de matizar la lógica de la eficiencia, la asistencia familiar que lleva años aliviando sus consecuencias sea bidireccional y, como la injusticia, reversible. Es decir, que los nuevos jóvenes empleados, si se consolidan, no pongan pegas a mantener a sus padres despedidos aunque éstos hayan cumplido los 40.
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Referencias y contextualización El viernes 10, el Gobierno del PP aprobó su reforma laboral. Al día siguiente, la publicación en el BOE del decreto-ley reveló que también preveía la posibilidad de rebajas de sueldo a discreción de la dirección de las empresas, que no mencionó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. Sobre la reforma laboral aprobada por el Gobierno socialista en junio y, en general, sobre el diálogo social, se puede leer "En manos de las partes".
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