5 octubre 2005 |
Fascismo por fascismo |
Nunca he seguido a los falsos profetas que predican la verdad sagrada y eterna de la Constitución. Y no porque casi todos sean unos conversos, que eso es lo de menos, sino porque las leyes deben reflejar especularmente la naturaleza de la especie humana sobre la que se aplican, y ser volubles, transitorias, adaptables a todo. No es un drama modificarlas, ni tampoco cambiar de régimen. Ni siquiera tendría mayor gravedad que España se rompiera en mil pedazos, porque los constitucionalistas vivirían en una Cataluña independiente igual que los nacionalistas han vivido y podrían seguir viviendo en el Estado actual. Lo que habría que plantearse es a qué nuevo marco jurídico estamos dispuestos a sacrificar el vigente. ¿Cuál sería la alternativa? ¿Una España federal, como sugieren algunos que celebran la irrupción del Estatuto catalán como el momento idóneo para instaurarla? Al margen de la idealización que suele hacer la izquierda de este sistema, como si el centralismo no hubiera sido en la Historia un rasgo intrínsecamente jacobino y socialista, lo cierto es que la mayoría de las competencias ya están transferidas a las autonomías. Si se tratara de explotar las bondades de la descentralización, la administración cercana a los ciudadanos y esas cosas, lo que habría que hacer es pasar a su segunda fase y ceder parcelas de poder a las provincias y los municipios. Pero, casualmente, la división en provincias y la potenciación de las entidades menores es lo que siempre ha aborrecido el catalanismo, como una supuesta táctica de Madrid para difuminar su identidad. Y, por otro lado, si el resto de comunidades decidieran imitar el Estatut para hacer efectivo un federalismo armónico, los catalanes se opondrían al instante por la misma razón por la que ya rechazaron el año pasado una medida tan descentralista como el veto autonómico en el Senado: porque sería, otra vez, café para todos. ¿Un Estado no federal, sino simplemente con menos redistribución territorial de la renta? Mal que les pese, los catalanes de hoy no son responsables ni propietarios de la riqueza de su región, que es, como todo, resultado de una evolución histórica. De hecho, ni siquiera son sus herederos directos, como sería el hijo de una familia rica que, con mucho más motivo, podría decir que da por agotada la cuota de solidaridad de su linaje y negarse a pagar impuestos. Podría, si estuviéramos hablando de solidaridad. Pero es que la redistribución de la renta no es solidaridad: es un deber del Estado. En realidad, es un deber del hombre racional corregir todas las injusticias que ha creado ciegamente el azar. ¿Al menos, en el ámbito simbólico, una nación de naciones? La cuestión es puramente nominal y baladí. La pregunta última no es qué son Cataluña o España, sino: ¿qué es una nación? Y la respuesta sería tan vacua e inconsistente que sólo podría concluirse: una entelequia. Pero al menos, en España tenemos la suerte de que Franco se apropió del patriotismo y el pudor que a la mayoría de la gente le produce imitarle nos impide caer en la estupidez. En cambio, en la periferia, por reacción al mismo personaje, se creen que su nacionalismo es muy progre y moderno. Pues bien, ya va siendo hora de aclarar, repetir y difundir, hasta que a nadie se le pase por la cabeza dudarlo, que, si un Viva España pronunciado por un militar es fascismo, exactamente igual lo son un Gora Euskadi y un Visca Catalunya proferidos por un dirigente de ERC, CiU, el PNV o Batasuna. Todos los ciudadanos, sin distinción de edades, poder adquisitivo o nivel cultural, unidos, aborregados, toreados por una bandera. Prescindiendo de aquella sociedad corporativa impensable en nuestra época, ¿cabe imaginar una definición más exacta de la doctrina fascista? Y sí, es cierto, también hay un nacionalismo español. Pero, por mi parte, juro que la misma repugnancia que me inspiraba Aznar al demonizar despóticamente a todos los vascos y catalanes la he sentido este fin de semana viendo a absolutas nulidades intelectuales como Maragall, Mas y Carod-Rovira pavonear la nadería que consideran la gran obra de su vida. ¿En qué consiste la alternativa, entonces? ¿A qué playa mejor nos dirigimos si abandonamos esta orilla? ¿Qué estamos sustituyendo? Patria por patria, fábula por fábula, pequeñez por pequeñez. Fascismo por fascismo. Pues, para eso, mejor nos quedamos con la Constitución.
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Referencias y contextualización El viernes 30 de septiembre, el Parlamento de Cataluña aprobó el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía, en la práctica una verdadera redefinición del ordenamiento jurídico español, que desató de inmediato una enconada polémica. El presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, trató de suavizar la apariencia del texto señalando que su objetivo era construir un Estado federal, pero desde la derecha se lo consideraba un paso hacia la independencia, y las palabras del líder de ERC, Josep Lluís Carod-Rovira, lo corroboraron explícitamente. Los puntos más conflictivos eran el cambio en la relación entre el Estado y Cataluña, la aspiración de Cataluña a recaudar los impuestos y dar al Estado sólo el equivalente a las inversiones en la comunidad (como el Concierto Vasco) más una no precisada cuota de solidaridad con otras regiones (si bien Maragall dijo que la cuota de solidaridad de Cataluña se había agotado), y la autodefinición de Cataluña como "nación". El lunes 12, el jefe del Estado Mayor, general Félix Sanz Roldán, manifestó que para los militares era importante que España continuara siendo "patria común e indivisible", a lo que desde ERC se contestó inmediatamente calificándolo de actitud propia del pasado. Sobre la primera muestra de enfrentamiento social entre castellanos y catalanes por la polémica del Estatut, ver "Socialización de la violencia". Sobre la posible reforma constitucional y estatutaria en general, tal y como se planteaba en los primeros momentos del debate en otoño de 2003, tratan "Constitucionalmente hablando" y "En torno al decisionismo".
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