Kofi Annan abrió la autoevaluación a la que ha sometido la ONU los resultados prácticos de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer mencionando los "cambios evidentes" que hemos presenciado en la equiparación de sexos en los diez años transcurridos desde la histórica cumbre de Pekín. Y tiene razón. Por mucho que los cínicos y los agoreros se empeñen en negarlo, las cosas han cambiado. En 1995, el secretario general de la ONU era Butros Gali, el anfitrión Jiang Zemin se encontraba en plenitud de facultades, la primera dama norteamericana era Hillary Clinton y el bolso que Cristina Alberdi se llevó a la capital china contenía el carnet del PSOE en lugar del del PP.
Sin embargo, y junto a estas cruciales transformaciones, Annan tuvo que reconocer que hay otras realidades que se mantienen igual. Una de las más significativas es que, si repasamos la hemeroteca, encontramos que ya por aquellas fechas la UE y el Vaticano se enzarzaban en polémicas por culpa del aborto, por la acotación de un concepto de familia que incluía a las uniones homosexuales y porque el documento final se obstinaba en no recoger la influencia decisiva, aunque ligeramente demorada, que tuvo la tradición cristiana en el reconocimiento de los derechos humanos desde finales del siglo XVIII.
Además, entonces como ahora, los aspirantes a emancipadores ponían todo su empeño en convencer a los gobiernos de los países pobres de que la promoción de la mujer era la mejor inversión en desarrollo que se les podía ocurrir. Pero quizá el detalle más revelador de la contumaz persistencia de ciertas circunstancias sea que en Nueva York se esté pasando revista a la aplicación de los acuerdos tomados hace diez años en la Conferencia de Pekín, que por su parte se comprometió a llevar a buen puerto las conclusiones de la Conferencia de Nairobi, celebrada otros diez años antes y en la cual, a su vez, culminó el pomposamente llamado Decenio de las Naciones Unidas para la mujer inaugurado por la Conferencia de México. Una década ésta, la de 1975-85, que, pese a su indiscutible dedicación, se dejó por firmar hasta ocho años después de su cierre algo tan poco revolucionario como una declaración contra la violencia sobre la mujer que atribuía ésta a las relaciones de poder históricamente establecidas.
En buena lógica, podríamos sentirnos impelidos a sospechar que las directrices de México, Nairobi, Pekín y Nueva York tienen un cariz tan preciso y riguroso que cualquier verificación de su puesta en práctica está destinada a tropezar en multitud de escollos puntuales. No es del todo cierto. La Conferencia de Pekín aprobó una Declaración compuesta por 38 enunciados genéricos y una Plataforma de Acción con 262 medidas supuestamente más específicas; pues bien, escogiendo al azar dos de sus "objetivos y acciones estratégicos" (el máximo nivel de concreción de la Plataforma), los que se refieren a la mujer y los medios de comunicación, descubrimos que sus recomendaciones van desde blandos desiderátum como "promover la plena participación de las mujeres en los medios en igualdad de condiciones con los hombres" (art. 239c) hasta improbables teledirecciones como "establecer grupos de vigilancia que verifiquen que los medios reflejan propiamente las necesidades y preocupaciones de las mujeres" (art. 242a), pasando por clasismos clamorosos como el de difundir la imagen de las mujeres emprendedoras y triunfadoras y presentarlas como modelo a seguir (art. 245b).
Desde luego, no sería justo exigir a la ONU que descubriera un atajo para recorrer en un santiamén el camino que las mujeres llevan trazando pacientemente desde hace un siglo y medio, pero no por ello se hace menos evidente que para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Al menos, cabe plantearse si es absolutamente necesario organizar fastuosas y multitudinarias comisiones en honor de todos los problemas sociales que podamos imaginar, sean o no susceptibles de resolver en asamblea plenaria.
Por cierto, que la presidenta de la comisión en curso ha descartado la posibilidad de que se incluyan nuevas propuestas respecto a la conferencia que revisa, así que es factible que dentro de otros diez años volvamos a encontrarnos con los mismos avances decisivos, su desigual distribución y la necesidad imperiosa de acelerar la puesta en práctica de las resoluciones aprobadas. Nos queda el consuelo de saber que, mientras tanto, las mujeres individuales, anónima y descoordinadamente, continuarán imponiéndose al mundo por su cuenta.
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