11 mayo 2005
Santiago Carrillo o cómo saber no suele cerrar heridas
 

Si los estudiantes del Alfonso VIII hubieran seguido los consejos que dio Ignacio Martínez de Pisón en la Feria del Libro y hubieran intentado “saberlo todo para cerrar la herida de la Guerra Civil”, jamás habrían elegido residente de honor a Santiago Carrillo. No es el conocimiento, sino el mito del exilio, la marea bienpensante y el olvido consensuado lo que ha convertido a Carrillo en el símbolo de la reconciliación. Los internos de la residencia universitaria se habrán confiado a esa inercia con el mejor de los propósitos, pero saber no suele cerrar heridas, y, por lo que respecta a Carrillo, quizá los mejor enterados fueran quienes trataron de agredirle hace un par de meses. Por mucho que fastidie dar la razón a ciertos energúmenos fascistas, en este caso la tienen casi toda.

Naturalmente que podemos olvidar, perdonar, recurrir al contexto para explicar ciertos desmanes y, sobre todo, hacernos conscientes de que los hombres no son nunca los sujetos de sus ideas sino los objetos de las mismas. Pero aplicando idéntica mesura a ambos bandos. Lo que no es de recibo es descabalgar de su estatua a un dictador porque su glorificación ofende a los ciudadanos que le sufrieron y aún permanecen vivos y, en cambio, prodigar todo tipo de honores a quien representa exactamente lo mismo para otros muchos... que también están vivos.

Se suele objetar que no es lo mismo defender la legalidad que levantarse contra ella. Pero el joven Carrillo nunca sintió mucho aprecio por la legalidad republicana. El espíritu de la República fue el de ilustrados como Azaña, Ortega y Marañón, o socialistas moderados como Fernando de los Ríos; todos ellos repudiaron la deriva que tomaron los acontecimientos y fueron blanco del desprecio de Carrillo, que los consideraba políticos e intelectuales "burgueses" a quienes era necesario derribar. Pese a las confusiones interesadas de derecha e izquierda, el socialismo de Largo Caballero y el comunismo eran insurreccionales, no republicanos; en realidad, el PCE sólo adquiere relevancia cuando estalla la guerra, gracias a la ayuda militar de la URSS.

La responsabilidad de Carrillo en Paracuellos no admite duda. Se puede justificar por la obsesión que había en Madrid con la quinta columna de Mola, pero los fusilados eran presos inofensivos, las ejecuciones continuaron una vez terminado el asedio y su sucesor en la administración penitenciaria, el anarquista Melchor Rodríguez, sí que fue capaz de prohibirlas. Desde luego, es imposible que los asesinos fueran unos descontrolados, cuando se acababan de crear las Milicias de Vigilancia para controlar la retaguardia y la matanza no fue una excepción imprevista, sino que se alargó durante un mes entero.

De 1936 hasta 1968, ocho años después de llegar a la secretaría general del PCE, Carrillo no fue más que un vocero acrítico del catecismo estalinista. Su cumplimiento justificaba todos los medios (incluso renegar de un padre por apoyar la entrega incruenta de Madrid), sus errores de predicción se explicaban cómodamente a partir de una nebulosa conspiración imperialista y cualquier disensión respecto a la ortodoxia era suficiente para tachar a un camarada de agente fascista infiltrado al que no quedaba más remedio que expulsar.

Incluso cuando su porvenir político en una eventual España posfranquista le aconsejó separarse del PCUS, Carrillo no dejó de pensar que una insurrección popular le otorgaría el poder. Él no trató de provocarla, pero es que difícilmente habría podido hacerlo. Su tan vitoreada moderación posibilista fue la única salida que le quedaba tras haber sobrevalorado el arraigo comunista en España, y además una apuesta estratégica que le salió mal. En 1982, tras sucesivos fracasos electorales que no lograron moverle del sillón ni hacerle cambiar su concepción monolítica del partido, Carrillo dejó el PCE hecho trizas; Felipe González comentó con ironía que había sido capaz de conseguir en cinco años lo que Franco no había logrado en cuarenta.

No me cabe la menor duda de que todas las pasiones que actúan en la vida de Carrillo son perfectamente legítimas y humanas: el fanatismo, la egolatría, la crueldad, el ansia de poder. No se le puede culpar por ellas, y de hecho a su némesis le sucedió exactamente lo mismo. Pero a Franco ya casi nadie va por ahí rindiéndole homenajes.

 

 

Referencias y contextualización

El martes 4 de mayo, el escritor Ignacio Martínez de Pisón presentó en la Feria del Libro de Valladolid su novela histórica Enterrar a los muertos, ambientada en la Guerra Civil. Entre otras cosas, Martínez de Pisón afirmó que era necesario "saberlo todo para cerrar la herida de la Guerra Civil".

Cuatro días más tarde, Santiago Carrillo acudió a Valladolid para recibir la distinción de "residente de honor" que le concedieron por votación los internos de la residencia universitaria Alfonso VIII, adscrita a la Universidad vallisoletana.

El 16 y el 17 de marzo, habían coincidido la retirada de la estatua ecuestre de Francisco Franco en la plaza madrileña de San Juan de la Cruz y un homenaje sorpresa a Santiago Carrillo que fue respaldado con su asistencia por el propio presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. El contraste en el trato a uno y otro personajes generó una gran polémica en la derecha española, que siempre ha considerado a Carrillo un criminal de guerra por su intervención en 2.500 fusilamientos en la retaguardia republicana en noviembre y diciembre de 1936. A esta controversia se refiere el primer párrafo de "Nuestra guerra". Sobre Franco, la Guerra Civil y la Transición, pueden leerse también "Con minúscula" y "El ángel de la Transición". Un mes después, varios ultraderechistas trataron de agredir a Santiago Carrillo en la librería Crisol, de Madrid, durante el acto de presentación del libro Historia de las dos Españas, de Santos Juliá.

Sobre la responsabilidad de Carrillo en los fusilamientos de Paracuellos del Jarama cuando era consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid (acababa de ingresar en el PCE procedente de la facción más radical del PSOE, liderada entonces por Francisco Largo Caballero), la denuncia más implacable es la de Ricardo de la Cierva, en obras como Carrillo miente. De la Cierva perdió a su padre en Paracuellos y su ideología es marcadamente antagónica de la de Carrillo, pero un historiador intachable como Ian Gibson, además simpatizante izquierdista, suscribe la responsabilidad de Carrillo y neutraliza así la notable subjetividad del autor citado.

En marzo de 1939, y con la guerra evidentemente perdida, el coronel Segismundo Casado y sectores del PSOE, entre los que se encontraba Wenceslao Carrillo, padre de Santiago, se levantaron contra el gobierno de Juan Negrín y comunistas, a los que se decía que Negrín había favorecido, y negociaron con Franco la entrega incruenta de Madrid. Santiago, al enterarse, juzgó la rendición una traición y escribió una carta abierta a su padre en la que renegaba de él y ensalzaba, en cambio, el heroísmo del PCE, partidario de la resistencia hasta el final, así como a Stalin y a la Unión Soviética.

 

 

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